John e. Jackson
La poesía y su
otro. Ensayo sobre la modernidad.
Capítulo 2: Metamorfosis del verbo[1].
Pocas épocas han visto a la conciencia de sí de la poesía
cobrar tanta importancia como el siglo XIX francés. Desde Lamartine a Verlaine,
pasando por Vigny y Gautierr, de Hugo a Leconte de Lisle[2],
no existe, por así decir, poeta que no
haya reflexionado, en el interior mismo de uno de sus poemas, sobre el acto de
la poesía. Esta reflexión, sin embargo, toma en los más grandes poetas la forma
si no de un diálogo explícito, al menos de un juego de respuestas que vale la
pena destacar: desde “Versos dorados” de Gerard de Nerval a las “Correspondencias”
de Baudelaire, de estos versos a “Vocales” de Rimbaud, luego a “Sus uñas puras que
dedican muy alto su ónix” de Mallarmé, la conciencia de sí de la poesía se
modula según diferencias que comprometen nada menos que los destinos
específicos de estas obras mayores. Que se trate (en estos cuatro poemas) de un
soneto no debe ser entendido como casualidad: la elección de esta forma
atestigua simultáneamente el estatus privilegiado y emblemático que se vuelve
suyo a través, precisamente, de estos cuatro poetas, así como la conciencia que
tienen de responder a quienes los han precedido. Inversamente, la permanencia
de la forma permite medir de una manera tanto más llamativa las metamorfosis a
las que estas respuestas se ven sometidas por una reflexión común.
Un enlace metafísico.
Versos Dorados
¡Eh, qué, todo es sensible!
Pitágoras
¡Hombre, libre pensador! ¿Te crees el
único pensante
En este mundo donde la vida estalla en
cada cosa?
De las fuerzas que tienes tu libertad dispone,
Pero de todos tus consejos el universo
está ausente.
Respeta en la bestia un espíritu que
se agita
Cada flor es un alma de la naturaleza abierta;
Un misterio de amor en el metal reposa
“¡Todo es sensible!” y todo en tu ser
es poderoso.
Teme, en el muro ciego, una mirada que
te espía
A la materia misma un verbo está
unido…
No la hagas servir a cualquier uso
impío.
Muchas veces, en el ser oscuro habita un Dios
escondido;
Y como un ojo naciente cubierto por
sus párpados,
Un espíritu puro crece bajo la
superficie de las piedras[3].
Para la perspectiva que nos requiere
aquí, el verso central de este soneto es el segundo del primer terceto. La
solidaridad que allí se afirma entre la “materia” del mundo y el “verbo” que está unido a ella, parece
atestiguar una asociación metafísica que reiterará a su manera el primer verso
del segundo terceto. Esta asociación, que los dos cuartetos ilustran, postula a
la vez, la unidad del universo creado- cuya naturaleza ha sido develada por el
epígrafe: “Todo es sensible”[4]-
y el cimiento ontológico de un lenguaje
cuyo enraizamiento en la materia traduce la necesidad: entre las cosas y las
palabras, la continuidad parece darse a imagen de la continuidad entre la
esfera sensible (el “metal”) y la esfera espiritual (el “misterio del amor”)
enunciado precedentemente. Sin embargo, y desde el primer verso, la inserción
ontológica del hombre y del lenguaje en el universo creado, que parece actualizar
a su manera la “gran cadena del ser”[5], es representada como una omnipotencia
invertida: si “todo es sensible”, “todo en tu ser es” también “poderoso”. La
relación de poder entre el “libre pensador”
y su universo es una relación de sujeción o al menos de subordinación
temerosa. La solidaridad de esencia que une el hombre a la Naturaleza por la
universalidad del “pensamiento” se invierte en una proximidad amenazadora donde
el hombre es “espiado” por las mismas fuerzas sobre las que él podía pretender
prevalecer. La afirmación de la libertad humana (v.3) se invierte en una
advertencia que toma la isotopía de la mirada para significar su amenaza: aunque
instalada en el muro “ciego”, la “mirada” “te espía”, mientras que el “espíritu
puro” que “crece bajo la superficie de las piedras” aumenta “como un ojo
naciente cubierto por sus párpados”. La inversión de la flecha de la mirada
traduce la inquietud casi persecutoria de un sujeto cuya autoridad está no solo
limitada sino además vigilada por una realidad mucho más fuerte puesto que lo
rodea por todas partes, – lo que expresa por lo demás el anonimato de la voz
que se dirige al “Hombre”, en la segunda persona del singular[6].
Sobre el plano de la reflexión poética, tal inversión se traduce por la
conminación de preservar el verbo de
todo “uso impío”. La afirmación del fundamento divino de la palabra está
modalizada desde un principio según una dirección que deja entrever un peligro
potencial: la impiedad que el hombre-poeta es susceptible de cometer al usar el
“verbo” corresponde al sacudimiento que ha debido sufrir la evidencia de lo sagrado[7].
Lo que Nerval quiere significar a través de esta advertencia es que el vínculo de rectitud ontológico, cuyo
reflejo pudiera ser una sociedad reglada en su piedad como en su equilibrio, está,
si no perdido, al menos cuestionado. La prescripción amonestadora encuentra su
sentido de tomar lugar al interior de una época que ha visto las certezas del
marco metafísico heredado de la antigüedad
ceder a la duda. Como preguntaba el tercer soneto del “Cristo en el
Jardín de los Olivos” que ahonda en la visión apocalíptica del “Sueño” de Jean
Paul[8]:
¿Sabes lo que haces, potencia
original,
De tus soles apagados, que se rozan
uno a otro…?
¿Estás seguro de transmitir un aliento
inmortal,
Entre un mundo que muere y otro
renaciente?...
En “Versos dorados” la pregunta hecha
implícitamente sobre la condición de lo divino es menos directa. No por ello la
divinidad sufre una suerte de desacoplamiento ya que se confunde con “un Dios
escondido” que habita en el “ser oscuro”. Con más razón, el “espíritu puro”,
del último verso, al que la posición sintáctica vuelve de alguna manera el
homólogo de ese Dios escondido, está representado en un proceso de
acrecentamiento cuyo dinamismo firma dialécticamente la historicidad: una
historia de la que toda la obra poética de Nerval confirma la dificultad de ser
descifrada. El “Dichterberuf” se refleja entonces como una función metafísica,
por no decir religiosa, cuya “piedad” necesaria concierne tanto al lenguaje, al
“verbo”, como a su aplicación, aplicación que las incertidumbres de la historia
han vuelto problemática.
EL MUNDO COMO JEROGLÍFICO
Esta dimensión religiosa no está
ausente del soneto “Correspondencias” donde la Naturaleza es calificada de
“templo”. La inflexión general del poema de Baudelaire es sin embargo un poco diferente.
CORRESPONDENCIAS
La Naturaleza es un templo donde vivientes
pilares
Dejan a veces salir confusas palabras
El hombre pasa allí a través de los bosques
de símbolos
Que lo observan con miradas familiares.
Como largos ecos que de lejos se
confunden
En una tenebrosa y profunda unidad
Vasta como la noche y como la
claridad,
Los perfumes, los colores y los
sonidos se responden.
Existen perfumes frescos como carnes
de niños,
Dulces como los oboes, verdes como las
praderas
-y otros, corrompidos, ricos y
triunfantes,
Que tienen la expansión de las cosas
infinitas
Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y
el incienso
Que cantan los arrebatos del espíritu
y de los sentidos.
Que este soneto contiene un arte
poética, la crítica lo ha señalado desde siempre.[9]
Que esta arte poética corresponde al arte efectivamente hecha obra en Las flores del mal , las que por lo
tanto completan el programa “simbolizante”
que aquella contiene, por no decir simbolista, es una hipótesis mucho más
cuestionable. Como Walter Benjamin lo hizo ver[10],
la práctica del símbolo presupone una confianza ontológica en la relación entre
el signo y lo que designa, a la que se opondrá en Baudelaire el escepticismo
metafísico del modo de designación alegórica. De cierta manera, la poética del
símbolo debería buscarse sobre todo por el lado de la proposición principal de
“Versos Dorados”: es necesario que la materia esté efectivamente unida al verbo
para que el libre juego de éste pueda desplegar las facetas que se corresponden
simbólicamente. Del mismo modo, “Correspondencias” articula un sistema poético sobre
cuya importancia han meditado todos los poetas contemporáneos o posteriores a
Baudelaire y que requiere ser comprendido como tal. Este sistema se puede
resumir así:
A) Las
cosas se corresponden entre ellas de dos maneras
a) Se corresponden horizontalmente, según el orden propio
de su reino. Si la frescura de un perfume puede evocar la carne de un niño, eso
significa que la realidad está articulada como una red, ella misma definida por
la solidaridad de las esencias. Distintas las unas de las otras, las realidades
tienen también una cara vuelta hacia sus semejantes. Siendo a la vez
identidades autónomas y signos, se invocan para designarse recíprocamente en un
parentesco que garantiza la continuidad de los elementos de la tierra. Estos
signos, estas llamadas, están unidos a las cualidades sensoriales de los
elementos naturales y no a su significado.
b) Se corresponden verticalmente. Acá, la analogía va desde
la cara visible de la cosa a su cara espiritual. En el ensayo consagrado a
Victor Hugo, Baudelaire escribirá que
“Swedenborg (…) ya nos había enseñado que el cielo es un hombre muy grande; que todo, forma, movimiento, cantidad, color, perfume, en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco,
converso, correspondiente”.[11]
B) Esta
doble forma de correspondencia compone una escritura de naturaleza jeroglífica
Jeroglífica porque, como un
jeroglífico, la realidad acá es a la vez una realidad sensible, una
representación concreta, un contorno, un dibujo, y un significado. La red
de las analogías se organiza, entonces, en una red de inscripciones que revelan, a través del juego de parecidos
sensibles, equivalencias de significado. Una escritura así necesita sin
embargo, ser descifrada. Ahora bien, este
desciframiento es el deber y el dominio del arte, de la poesía. Desciframiento
que toma el aspecto de una traducción:
“¿Qué es un poeta, continúa
Baudelaire, sino un traductor, un
descifrador?“[12]. Esta facultad, este don
de la traducción, el poeta los debe a su imaginación.
Acá, conviene citar la carta a Toussenel del 21 de enero de 1856: “Hace tiempo
que digo que el poeta es soberanamente inteligente, que es la inteligencia por excelencia, y que la imaginación es la más científica
de las facultades, porque solo ella comprende la analogía universal o aquello que una religión mística llama la correspondencia”[13].
Como lo precisan las “Nuevas Notas sobre Edgar Poe”, “la imaginación no es la
fantasía[14]; no es tampoco la
sensibilidad, aunque sea difícil concebir un hombre imaginativo que no sea
sensible. La imaginación es una facultad casi divina que percibe ante todo, al
margen de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las
cosas, las correspondencias y las analogías.”[15]
La imaginación es primordial porque
sabe pues recuperar la escritura y el sistema de analogías, porque, en su
libertad, no se detiene en las relaciones evidentes, pero sabe transportarse de
un punto a otro de la red o, como se podría decir, del texto natural -el soneto habla de las “confusas palabras” que surgen a veces del templo
de la Naturaleza- para acercar las figuras y liberar el significado. Y por otra
parte porque a través de estas aproximaciones, postula y torna manifiesta, bajo
la égida de la Belleza, la unidad última de la creación. Para ser menos
“animista”, el soneto de Baudelaire coincide aquí con el de Nerval. La
imaginación es la única fuerza capaz de revelar y aclarar la “tenebrosa y
profunda unidad” de la Naturaleza[16].
C) Esta
escritura, natural y jeroglífica, es el fundamento y lo análogo de la escritura
humana.
Y esto por un doble vínculo. Por una
parte, parece existir para Baudelaire una relación de alguna manera
natural entre el jeroglífico sensible y
el signo de la lengua. El lenguaje, en esta perspectiva[17],
deviene el depositario íntegro, transparente, de una verdad ontológica. De donde se derivará, por otra parte, una
doble exigencia dirigida al escritor: la de ser de una corrección perfecta,
primero que nada, bajo el riesgo, si no, de violar el orden natral y el justo
significado de ese lenguaje transparente[18];
luego, la de saber expresarlo todo: “Todo hombre que no toma en cuenta una
idea, por más sutil e imprevista que se la suponga, no es un escritor. Lo
inexpresable no existe”, dirá el ensayo consagrado a Téophile Gautier.[19]
Por otra parte, este lenguaje, marcado
por su rectitud, no es suficiente puesto que el lenguaje natural es jeroglífico,
es decir figurado. Para traducirlo, habrá que transponerlo en una figuración
equivalente, con ayuda de símbolos. Ahora bien, el símbolo, en materia de lenguaje, es el lugar de la metáfora[20]:
“En los poetas excelentes, no hay metáforas, no hay comparación o epíteto que
no tenga una adaptación matemáticamente exacta a la circunstancia actual,
porque estas comparaciones, estas metáforas y estos epítetos son tomados del inagotable
fondo de la universal analogía y no pueden ser tomados de otra
parte”[21].
De esto se desprende que para Baudelaire el lenguaje metafórico es, por su
propia naturaleza, el lenguaje de la verdad de lo real.
La pregunta que inspira este sistema, del
cual el soneto constituye una ilustración que tiene por virtud sustraerse, por
su dinamismo imaginativo, al criterio de verificación, no atañe tanto a la
pertinencia de esta noción de “analogía universal”, sin la cual es difícil
imaginar una práctica poética, sino a aquella de su fundamento. Dicho de otra
manera, ¿qué se hace, cuando se afirma, como es el caso en el soneto, que
“existen perfumes frescos como carnes de niños” y “dulces como los oboes”? ¿Se
revela una analogía que estaría fundada en las cosas, en el sentido de que la
carne del niño despide una frescura que haría pensar por sí misma en un
perfume, analogía en la que el sonido del oboe tendría una dulzura que por sí
misma evoca ciertos perfumes? O bien, diciendo esto, no se hace más que
actualizar el poder comparativo del espíritu que, independientemente tanto del
perfume, de la carne como del oboe, decreta la relación entre ellos gracias a
los medios de percepción y de imaginación que lo caracterizan? ¿La analogía
está fundada en la cosa o en el espíritu?
LA ALQUIMIA DEL VERBO
Nerval, lo hemos visto, postulaba una unidad
ontológica cuya naturaleza era literal, no metafórica. Baudelaire, relacionando
el pensamiento poético con el espacio de la metáfora, debilita esta unidad que,
cuando se vuelva alegórica, como en los grandes poemas de Cuadros parisinos sobre todo, se deshará en pro de un entendimiento
mucho más fragmentario de la realidad.
Rimbaud, cuando vuelva sobre el asunto, en un gesto que hay que entender
sin duda como una respuesta directa al soneto “Correspondencias”[22],
reafirmará esta unidad, pero en otro orden de realidad muy distinto:
Vocales
A negra, E blanca, I roja, U verde, O
azul: vocales,
Yo diré algún día vuestros nacimientos
latentes:
A, negro corset peludo de moscas relucientes
Que se agitan en torno a hedores crueles,
Golfos de sombra, E, candor de los
vapores y de las tiendas,
Lanzas de glaciares orgullosos, reyes
blancos, escalofríos de umbelas;
I, púrpuras, sangre escupida, risa de
labios bellos
En la cólera o en las embriagueces
penitentes;
U, ciclos, vibraciones divinas de las
mares verdosas,
Paz de los pastizales sembrados de
animales, paz de las arrugas
Que la alquimia imprime a las grandes
frentes estudiosas;
O, supremo Clarín pleno de
estridencias extrañas,
Silencios atravesados de los Mundos y
de los Ángeles:
¡-O la Omega, rayo violeta de Sus Ojos!
Inmediatamente la diferencia se
impone: el punto de partida de Rimbaud, no es más el “mundo” (Nerval), ni la “Naturaleza”
(Baudelaire), sino el lenguaje,
comprendido en esta dimensión a la vez estructurante y propicia para la
imaginación que es la dimensión vocálica. Tiene lugar una inversión que supone,
si no una tabla rasa al menos un recomienzo radical. La poesía ya no acompañará
rítmicamente a la descripción, podría decirse, variando la fórmula de la carta
a Demeny, estará un paso adelante. Tanto más cuanto que su orden propio se
afirma de entrada en una autonomía deseosa de sustraerse de toda convención: el
orden de la enumeración de las vocales, como se ha notado, es el orden griego,
no el orden francés. El soneto pasa de una A inicial a una O/ Omega final,
dibujando así una curva que se comprende como la medida de un proyecto
totalizador.[23] Simultáneamente, el recompuesto
orden de las letras, lejos de limitarse a un fenómeno de sentido, se duplica en
una escansión cromática que aumenta el aspecto de una suerte de alfabeto
fundamental de la Creación. Ahí donde Baudelaire se había limitado a evocar las
“correspondencias” entre los colores y los sonidos, Rimbaud parece afirmar
entre ellos una identidad esencial. La paleta sonora se traduce en paleta
cromática, en un orden de aparente evidencia que no sufre relativizaciones. Aún
más, apenas impuesto este orden, Rimbaud
le confiere, por vía de la interpelación, una condición de futuro: “Diré algún
día vuestros nacimientos latentes”. Las
vocales son, por lo tanto, a la vez presentes, existentes y futuras. Su
nacimiento latente informa sobre su condición de potencialidad. Bajo este
título, se vuelven emblemas de la creación rimbaldiana. Comprendamos que, así
como los versos 3-14 del soneto van a ejemplificar esta potencialidad, del
mismo modo la secuencia de vocales está pensada a la vez como un orden ya dado
y como orden propiciatorio de nueva creación. Rimbaud mismo confirmará esta
poética cuando más tarde afirme, en Una
temporada en el infierno:
¡Yo inventé el color de las vocales! – A
negra, E blanca, I roja, O azul, U verde- Reglé la forma y el movimiento de
cada consonante, y con ritmos instintivos, me vanaglorié de inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los
sentidos.[24]
La expresión merece ser comentada: un
“verbo poético accesible a todos los
sentidos”, es un verbo que se ha sobrepuesto, en suma, a la división del ser y
del sentido, que ha, en otros términos, restablecido la continuidad entre el
orden de los elementos- ya sean los
elementos de la naturaleza o aquellos de la persona humana- y el orden de los significados
que conlleva el lenguaje. Una “alquimia” pues, para retomar el término a la vez
del soneto y del pasaje de Una temporada
en el infierno, que asegura la doble transmutación de lo real en verbo y
del verbo en realidad, según el poliperspectivismo de los diferentes modos de
la sensorialidad cuyo “desarreglo sistemático” proponía la carta del Vidente. Y
de hecho, por más manifiesto que pueda ser el enigma de las asociaciones que el
soneto opera entre cada una de las vocales y las imágenes que hace surgir en
relación con ellas, estas imágenes no atestiguan menos la continuidad, por no
decir la unidad, de los diferentes órdenes así convocados. La “alquimia del
verbo” tiene pues por finalidad reafirmar la unidad del mundo, pero al precio
de un doble cambio. Por una parte, esta unidad surge del verbo, es decir, del
lenguaje. Lenguaje que se comprende como la reserva de los “nacimientos
latentes”, es decir de lo posible. El lenguaje es primero acá, en el sentido en
que su función es la de engendrar un universo de representación donde
triunfaría el desarrollo de un imaginario cuya “inocencia”, es decir, la no
contaminación por las representaciones tradicionales o convenidas, significaría
la necesaria novedad. Por otra parte, esta “inocencia” se sostendría sobre una práctica expuesta en la “Alquimia
del verbo”, según la cual la identidad de los elementos de lo real no
encontraría su “lugar” verdadero más que en el movimiento que las lleve hacia
sus posibles todavía irrealizados. La alucinación a la que Rimbaud dice haberse
habituado no es otra cosa en efecto que la sustitución de la identidad simple
por una identidad distinta que la primera contiene como su reserva todavía por
venir. Así, ver “muy francamente una mezquita en lugar de una fábrica”, un
“ángel” en el de un “señor”, ver un “nicho de perros”, en el lugar de una
“familia”, es, cada vez, actualizar una de esas “otras vidas” que el sujeto poético presiente en cada elemento de lo
real y cuyo advenimiento es precisamente
el deber de la poesía.
LA HABITACIÓN, VACÍA DE PALABRAS
Si escribir es “atribuirse (…) cierto
deber de recrearlo todo con reminiscencias”[25],
tal como Mallarmé escribirá a propósito de Villiers, si por lo tanto la poesía
tiene por finalidad una totalización demiúrgica,
se descubre de la ambición del proyecto mallarmeano que no cede en nada a la de
Rimbaud[26].
Pero bajo auspicios inversos.
Sus puras uñas que dedican muy alto su
onyx
La Angustia esta medianoche sostiene,
lampadófora
Muchos sueños vespertinos quemados por
el Fénix
Que no recoge la cineraria ánfora
Sobre los aparadores, en el salón
vació, ningún ptyx
Abolido bibelot de inanidad sonora
(Pues el Maestro ha ido a extraer
llantos a la Estigia
Con el único objeto con que la Nada se
honra.)
Mas cercano el crucero al norte
vacante, un oro
Agoniza según quizá el decorado
De los unicornios que cocean fuego
contra una nixe
Ella, difunta desnuda en el espejo,
Aunque, sin el olvido cerrado por el
marco, se fija
Centelleos de inmediato el septuor.[27]
La mayor diferencia de la poética
implícita de este soneto con la del soneto precedente, es que aquí se ha
producido una abolición. El “recrearlo
todo con reminiscencias” presupone en efecto que una creación previa haya sido
destruida, lo que ha vuelto necesario tanto la imperfección de una “materia”
marcada por el “azar” como la imperfección del “defecto de las lenguas” que se
trata de “recompensar”. El antiguo fundamento ontológico cuya dudosa integridad
interrogaban los “Versos Dorados”, cuya naturaleza simbólica articulaba
“Correspondencias”, y cuyo descubrimiento en los virtuosismos del verbo
proponía “Vocales”, desaparece acá en
beneficio de una Nulidad que se honra de la venida de un “ptyx” que constituye,
si se puede decir, su equivalente verbal. Mallarmé, se sabe por su carta a
Eugène Lefébure del 3 de mayo de 1868[28],
deseaba que esa palabra no existiera todavía a fin de “darse el encanto de
crearla por la magia de la rima”. “Ptyx” simboliza, dicho de otra manera, la
nueva realidad, o más bien la realidad recreada de la que el poema se hace
teatro. Este “abolido bibelot de inanidad sonora” concentraría en el misterio
de sus letras la realidad a la vez negativa y casi absoluta que Mallarmé concedería
a la creación poética[29]
por oposición a la realidad “abolida” que remplaza. Por lo mismo, la antigua
correspondencia del verbo y del universo no está enteramente perdida de vista.
Negada, no se encuentra menos presente, por y en su negación misma. Si es
verdad que este soneto “alegórico de sí mismo” y “nulo y que se refleja de
todas las maneras”[30]
pone en escena antes que nada su propio advenimiento colocando este
advenimiento bajo los auspicios de la yx (de
la X) de una realidad cuyo fundamento es exclusivamente verbal, si es verdad
que su reflexividad se traduce a la vez en el plano del sentido y en el muy
particular sistema de las rimas – sólo dos rimas (alternativamente masculinas y
femeninas) para los catorce versos, articuladas de manera simétricamente
inversa de una parte y de otra del pliegue (¡griego ptxy!) que separa los
cuartetos de los tercetos-, igualmente conviene notar que eso que se “fija” en
“el olvido” cerrado por el marco del espejo, es un “septuor” de centelleos.
Ahora bien, ese septuor- si hace señas él también en dirección al poema, en la
medida que el número siete reduplicado por el reflejo en el espejo corresponde
al número de versos del soneto[31]-
Mallarmé mismo lo ha relacionado con la Gran Osa, en la carta a Cazalis. Aún si
el septuor no es la Gran Osa, incluso
si no es, como lo dice Bertrand Marchal, sino su simulacro, la referencia
cósmica permanece presente. Que permanezca presente por la vía de su negación
sitúa la subversión que Mallarmé hace
sufrir a la tradición que el retoma. Que a la inversa, esta subversión experimente
la necesidad de representar aquello que subvierte, sitúa, a nuestro juicio, el
límite de la “modernidad” de la empresa de Mallarmé. Pensando en “Un golpe de
dados no abolirá jamás el azar”, Paul Valéry resumirá el proyecto de Mallarmé
diciendo que había intentado “¡elevar por fin una página al poder del cielo
estrellado!”[32]; pero, no sería, sin
duda, inapropiado pensar que el esfuerzo valía ya para el soneto en YX.
Como se ve, la segunda mitad del siglo XIX ha sido el
lugar de una reflexión a la vez muy profunda y cambiante en cuanto al estatus,
y en cuanto a los poderes del verbo poético. Esta variabilidad atestigua al
mismo tiempo toda la riqueza de las posiciones que se confrontan[33]
y la situación crítica a la que el
lenguaje de la poesía debió hacer frente luego de la destitución[34]
que la época haría sufrir a lo que Paul Bénichou había llamado “lo sagrado del
escritor.”
[1] Artículo traducido por Prof. María Victoria Urquiza para
los estudiantes de la cátedra de Literatura Francesa de la carrera de Letras de
la Facultad de Filosofía y Letras de la U.N.Cuyo, y revisado por Prof. Lía
Mallol de Albarracín. Aún la traducción de los poemas presentes en el texto
pertenece a las docentes y responde al criterio de literalidad. La Bibliografía
ha sido citada en su idioma original, habiéndose colocado entre paréntesis la
traducción del título para permitir su cabal comprensión. Mendoza, diciembre de
2012.
[2] Por no hablar de la Philosophy
of Composition de Edgard Poe que Baudelaire tradujo como La Genèse d’un poème (La génesis de un
poema) tan exitosamente como ya se sabe.
[3] Texto citado según la edición de las Oeuvres complètes (Obras completas) publicada bajo la dirección de
Jean Guillaume y de Claude Pichois, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, tomo
III, 1993, p.651.
[4] La noción de sensibilidad requiere
aquí ser comprendida no solamente en un sentido pitagórico, como lo sugiere el
epígrafe, sino además como lo hace el materialismo diderotiano, tal cual se
expresa, por ejemplo, en Le Rêve de
d’Alambert (El sueño de d’Alambert).
[5] La noción es retomada por supuesto en el libro de A.O
Lovejoy, The great chaine of being,
Londres, Harvard University Press, 1960
[6] Se puede elaborar la hipótesis de que esta voz anónima es la de Pitágoras
cuyo aforismo del epígrafe es retomado en el verso 8. Pero entonces sería simplemente la figura de
Pitágoras la que se vería investida de una autoridad espiritual cuya tonalidad
debe mucho a aquella de los predicadores
cristianos.
[7] Nerval encuentra aquí por su propio camino la intuición
angustiada que conducía a Hölderling , en “Wie wenn am Feiertage…”, a denunciar
el peligro de impiedad consecuencia de la autoproclamación del “Dichterberuf”,
de la profesión del poeta.
[8] Cuento alegórico-fantástico
del alemán Jean-Paul Richter, admirado por Nerval. (N. de la T.)
[9] Claude Pichois resume las conclusiones con su acostumbrada
exactitud en las notas de su edición. Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras completas), París, Bibliothèque de la Pléiade,
1975, tomo I, pp. 839-845.
[10] Walter Benjamin, Ursprung des deutschen Trauerspiels, Francfort,
Suhrkamp, 1972, p.174 y sgtes.
[11] Baudelaire, Oeuvres
complètes (Obras Completas), ed.
cit, tomo II, pág.133
[12] Ibid.
[13] Baudelaire, Correspondance
(Correspondencia), editada por Claude Pichois, Paris, Bibliothèque de la
Pléiade, 1973, tomo I, p.336.
[14] Baudelaire, sobre este punto, retoma exactamente la
distinción empleada por Coleridge entre “fancy” e “imagincación” en el capítulo
XIII de su Biographia Literaria
(1817).
[15] Baudelaire, Oeuvres
complètes (Obras completas), tomo II, p.329.
[16] Coleridge había dicho, en una fórmula que resulta la
síntesis del pensamiento de las correspondencias que “the Beautiful is that in
wich the Many still seen as Many becomes One”
[17] Que es aquella del
Baudelaire pensador y no aquella del Baudelaire poeta.
[18] Lo arbitrario del signo, que atormentará tanto a Mallarmé
más tarde, así como el orden sintáctico, no parecen constituir un problema para
Baudelaire.
[19] Baudelaire, Oeuvres
complètes (Obras completas), tomo
II, p. 118.
[20] Figura que Baudelaire, como se ve tanto en el soneto
cuanto en la cita que sigue, no distingue de la comparación.
[21] Baudelaire, Oeuvres
complètes (Obras completas), tomo
II, p. 133
[22] A la manera en que “El barco ebrio” pide ser comprendido
como respuesta al “Viaje”. Baudelaire después de todo es, según los términos de
la carta del 15 de mayo a Paul Demeny, "el rey de los poetas, un verdadero Dios”.
[23] La secuencia normal que termina en “u” limitaría la
enumeración solo al nivel de lo arbitrario lingüístico propio de la lengua,
mientras que el proyecto de Rimbaud es más bien metafísico.
[24] Arthur Rimbaud, Oeuvres
complètes (Obras completas), texto establecido por Rolland de Renéville y
Jules Mouquet, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, 1967, p.233.
[25] Mallarmé, “Villiers de L’Isle-Adam” in Oeuvres complètes (Obras completas),
texto establecido por Henri Mondor y G. Jean-Aubry, Paris, Bibliothèque de la
Pléiade, 1945, p.481.
[26] Quien reconocía, al final de Una temporada en el infierno, haber “creado todas las fiestas, todos
los triunfos, todos los dramas” y
haber tratado de inventar “nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas
lenguas”. Ed.cit., p.243.
[27] Texto según la edición de Poésies (Poesías) establecido por Bertrand Marchal en la colección Poésie/Gallimard, 1992, p.59.
[28] Mallarmé, Correspondance
complète (Correspondencia completa) 1862-1871, edición establecida y
anotada por Bertrand Marchal, Paris, Gallimard, 1995, p.386.
[29] Sobre este tema, cf. Roger Dragonetti, “La littérature et
la lettre” (La Literatura y la letra), Lingua
e Stile, Boloña, 1969. IV,2, pp 205-22.
[30] Expresión del mismo Mallarmé en la carta a Cazalis del 18
de julio de 1868 que acompaña una primera versión del soneto.
[31] Así también como al número de rimas del poema, como lo hace
observar Bertrand Marchal. Mallarmé. Cf. Poésies
(Poesías), ed.cit, p.241.
[32] Paul Valéry, “Le coup de dés” (El golpe de dados), Oeuvres (Obras), edición establecida y anotada
por Jean Hytier, París, Bibliothèque de la Pléiade, 1957, tomo I, p.626.
[33] En “L’Acte el le lieu de la poésie” (El acto y el lugar de la poesía), Yves Bonnefoy hablaba con justa
razón a propósito de nuestro autores de “esta suerte de cuadrilátero donde todo
pensamiento se pierde, y también se vuelve a encontrar, en refracciones
infinitas”. L’Improbable (Lo
improbable), Paris, Mercure de France, 1959, p.184-185.
[34] Nerval habla de “desdichado”, Baudelaire de “histrión de
vacaciones”, Rimbaud de “paisano”, Mallarmé de “mendigo” para calificar al
poeta.
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