EL PAROXISMO DEL “YO-NADA”:
“La conciencia […] no puede más que
desposar
la forma de la cavidad que ella
llena.”
R.-M. Albérès,
Retrato de nuestro héroe.
Leer bien una obra literaria jamás es cosa fácil, con más
razón cuando se trata de despejar los aspectos fundamentales de una obra
extraordinariamente compleja: sin embargo, cuando se resiste al análisis o su
estructura parece más desconcertante, el trabajo del crítico se revela de mayor
provecho. Es lo que ocurre con La celosía
de Alain Robbe-Grillet. Este relato fuerte y denso, que marcará probablemente
una etapa decisiva en la “nueva novela” si no en la historia de las formas
novelescas de nuestro siglo, merece un estudio minucioso. ¿Qué nos ofrece?
El propio autor nos describe en la cuarta página de la
cubierta –en la primera edición del libro al menos- la forma general que toma
el relato de La celosía. Esta
historia de tres personajes, el marido, la mujer y el presunto amante, nos es
narrada por un agricultor que, pasando de un ambiente a otro de su casa situada
frente a un bananal tropical, vigila a su mujer, de quien sospecha. Guiado por
este “por favor insertar”, el lector puede orientarse bastante rápido en un
texto en primera persona del cual, sin embargo, el “yo”, como toda otra
referencia pronominal, está totalmente ausente. El estudio de los pronombres
narrativos aún queda por hacer: al respecto, el éxito del “usted” narrativo en La modificación de Michel Butor incitó a
varios críticos a examinar las condiciones de empleo de los “yo”, los “él”,
etc. en la ficción narrativa reciente, para tratar de establecer una
clasificación de los puntos de vista. Esta cuestión relativamente nueva en
Francia, se trata desde hace algún tiempo en el extranjero, sobre todo en
Estados Unidos, en todo estudio serio sobre la novela; es sorprendente
constatar hasta qué punto la crítica literaria francesa ha despreciado este
problema. (La crítica cinematográfica, en cambio, se concentra principalmente
en el punto de vista, los ángulos de “toma”, los “travellings”, etc.).
El modo narrativo –que podríamos llamar el “yo-nada”[2]- de La celosía no constituye sino uno de los sistemas de convención
(como descripción, vocabulario, imágenes, empleo de los diálogos, etc.)
aplicables al rigor del estudio de la novela. Sin embargo es preferible forjar
un sistema especialmente adaptado a la obra que se quiere examinar. Así, en La celosía es la estructura lo que domina sobre toda otra consideración. La
dificultad reside en el hecho de que este concepto de estructura prolifera en cierto modo con la lectura e invade otros
dominios de los cuales se revela inseparable: la intriga y su “cronología”, la
sucesión de escenas, las repeticiones y variantes, el empleo de temas formales,
el rol de los objetos, etc.
Hecho paradójico para esta novela completamente anti cronológica,
un resumen “lineal” de la intriga es lo que mejor permite penetrar en los
meandros de su estructura. Pero no olvidemos que este método de acercamiento no
se propone de ninguna manera restablecer la cronología de la intriga y no se
justifica más que como medio para estudiar una técnica novelesca nueva. Es un
trabajo de laboratorio, de ningún modo una explicación de la novela.
Muy lejos de tratarse de un fenómeno aislado en la
literatura moderna, la nueva concepción del tiempo en Robbe-Grillet se sitúa en
una perspectiva cuyo origen se remonta a las fuentes mismas de la literatura
narrativa (ver Homero y las vueltas atrás[3] en los relatos de Ulises).
El lector deseoso de hacerse una idea global sobre la representación del tiempo
en los escritores del siglo XX podrá remitirse a Tiempo y novela de Jean Pouillon o al artículo de Jean Onimus sobre
“la expresión del tiempo en la novela contemporánea”[4].
Para el autor de La
celosía no se trata ni de hacer incursiones en el pasado (Proust), ni del
andamiaje de una duración múltiple (Gide, Dos Passos, Sartre), ni de encabalgar
varias intrigas de cronología ambigua (Faulkner), ni de componer las
interpretaciones de un pasado lejano con el presente (Huxley, Graham Green), ni
de elaborar un tiempo engañoso para alcanzar un desenlace-sorpresa, una
inversión del tiempo, etc. (novelas policiales), ni de mezclar el presente y el
pasado por el procedimiento cinematográfico del “flashback”.
Si hiciera falta precisar de qué se trata, podría decirse,
de un modo un poco simplificador, que se trata de crear, tan objetivamente como
sea posible, el “contenido mental” de un narrador celoso: lo que ve, lo que
oye, lo que toca, lo que imagina este hombre en el curso de un período bastante
breve (algunos días, cuanto más algunas semanas) durante el cual vive, sufre,
observa, recuerda los acontecimientos para nutrir con ellos una “experiencia”
que constituye la novela misma. Resulta de ello una forma de una gran
flexibilidad en la repetición de las escenas, el desarrollo de los episodios y
de ciertas descripciones de objetos, forma análoga de aquella que determina la
presentación de los temas en una obra musical. Pero, como todas las analogías,
esta corre el riesgo de falsear la naturaleza de una obra hecha no de sonidos
ordenados por ritmos y traducidos por armonías, sino de palabras y de oraciones
cargadas de reminiscencias psicológicas y de todos los significados que el uso
les ha conferido. Hay que precisar, además, que esta libertad de forma aparece
sobre todo en la cronología “externa” de la novela. La cronología “interna”,
como se verá, sigue rigurosamente la progresión psicológica.
La composición de La
celosía está pues regida por la visión de un hombre, de un celosos que
progresa en el tiempo, es decir vive
los episodios, pero también los reexamina,
los compara, los interroga y sobre todo los modifica, los cambia al gusto de su
imaginación. Existe ciertamente un movimiento lineal en la cronología, desde
las sospechas que nacen al principio hasta el apaciguamiento final, luego del
aparente fracaso de la aventura entre la mujer y el amante; pero está
contrariado incesantemente, sembrado de repeticiones, cortado por
anticipaciones, atajos, retrocesos, y parece detenerse en la cuarta parte de
las nueve que conforman la novela. A partir de entonces, ningún hecho nuevo,
excepto la ausencia de la mujer, intervendrá en el desarrollo de la intriga.
Sin embargo, recién en la séptima parte del libro la crisis alcanzará su
paroxismo, luego de sorprendentes y brillantes variaciones sobre los materiales
ya introducidos. Las dos últimas partes constituyen un diminuendo y una coda de
una virtud y una belleza excepcionales.
Se pueden distinguir también, de manera general, dos niveles
de acción: el de las escenas que se desenvuelven más o menos al mismo tiempo
que el narrador nos las presenta (sin que se pueda decir verdaderamente que
forman un continuum cronológico) y aquel de las escenas a las cuales se remite
con la imaginación, que recuerda o inventa, según los principios que
examinaremos más tarde.
Por lo tanto, lo que puede parecer caos en el orden textual
de las escenas es, en realidad, un todo artístico de rara coherencia. En
consecuencia, extraer de este conjunto una intriga lineal no equivale a ponerlo
en orden, sino más bien a forjar una herramienta experimental que al final será
abandonada. Para restablecer la sucesión cronológica de los hechos, hay que
tratar de corregir la imagen que de ellos nos da la visión deformante del
marido, por lo tanto dejar de solidarizarnos a cada instante con este hombre
con quien nos confundimos durante la lectura al punto de sentir nosotros mismos
esa emoción que altera nuestras percepciones y nuestros pensamientos, nos
encierra en un círculo de imágenes obsesivas en el cual perdemos la noción del
tiempo cronológico. Debemos, en suma, curarnos de estos celos que hemos
contraído.
¿Qué intriga lineal se puede, pues, desprender, tomadas
todas las precauciones, en La celosía?
–novela definida por su autor, en una dedicatoria compuesta para el
coleccionista M. Artine Artinian, como “un relato sin intriga”, en el cual no
hay más que “minutos sin días, ventanas sin vidrios, una casa sin misterio, una
pasión sin nadie”.
La acción se sitúa en una plantación tropical de bananos en
cualquier país de habla francesa, tal vez las Antillas, aunque el paisaje
descripto evoca más bien el África. Nos encontramos –nadie podría dudarlo
después de algunas páginas de lectura- en el espíritu, en el propio campo de
percepciones sensoriales de un narrador o pseudo-narrador que, desde la primera
oración del relato hace gala de un interés minucioso por todo cuanto lo rodea:
la forma cuadrada de la casa, la terraza y las pilastras que hacen de reloj
solar, la organización geométrica de los bananeros, los más pequeños detalles
del mundo que lo rodea. Este hombre, en el centro del relato, que jamás se
nombra -¿acaso se nombra uno en su propio pensamiento?- observa con más
atención aún a su esposa A. (¿Esta inicial sola es una “abreviatura
psicológica” o un efecto de la timidez del narrador?) Pero cuando A vuelve la
cabeza hacia este último, el texto se aleja de ella inmediatamente para enfocar
un sector de la plantación, una balaustrada de la terraza o cualquier otro
objeto, como si la mirada de su marido no osara enfrentarla.
Desde el comienzo del relato, la inquietud del narrador, en
cuanto a las acciones de su mujer, es sensible en el modo como la controla mientras
que ella escribe una carta en su habitación, lee en la terraza una novela que
le ha prestado Frank, un agricultor vecino, o hace recoger el cubierto previsto
para Christiane, la esposa de Frank que está enferma. A parece escuchar
atentamente a Frank cuyas maneras inquietan al marido y aparentemente
impresionan a la joven mujer.
Nacen conversaciones: Frank habla de averías de camión, de
la calidad de los choferes indígenas, dialoga con A sobre la novela que ha
comenzado a leer; y el narrador creer descubrir en los comentarios que hacen al
respecto alusiones a un marido celoso, a un amante agresivo, a una mujer
complaciente, a toda una historia que tiene a África por decorado, cuyo
paralelismo con su propia historia le proveerá en varias oportunidades los
elementos de desagradables especulaciones.
Estas conversaciones se llevan a cabo en la terraza a la
hora del aperitivo, luego después de cenar. A ha dispuesto los sillones de
manera que se encuentra cerca de Frank mientras que su marido, un poco apartado,
no puede verlos sin volver la cabeza, gesto que sólo osa hacer más tarde,
cuando es de noche cerrada. Gritos de animales que se desplazan en la oscuridad
refuerzan la atmósfera tensa de los trópicos, densa de fuerzas ocultas.
Brutalidad, energía, sexualidad implícitas se expresan en
una escena capital que, aunque no esté situada en el tiempo con exactitud, es
tal vez anterior, según algunos indicios, a la introducción de la novela
africana. Durante una cena, un ciempiés aparece sobre la pared frente a A. Es
Frank quien se levanta para aplastarlo, primero sobre la pared, luego contra el
zócalo. Los sobreentendidos eróticos de este acto se manifiestan en A por
reacciones y gestos de apariencia ligera pero claramente sexual: respiración acelerada,
mano crispada sobre el cuchillo. Fuera de esta escena, por lo demás, A no deja
adivinar la menor turbación, lo cual acentúa aún más la importancia del choque
sentido en ese momento. La mancha que el ciempiés ha dejado sobre la pared
constituye entonces la marca que señala el comienzo de la atracción sexual
entre Frank y A, y la escena de la eliminación del miriópodo se asocia con la
imagen de eventuales relaciones físicas entre ellos.
El episodio del balde de hielo deja pensar al narrador, o
más bien al lector que desde hace tiempo se ha asimilado a él, que A y Frank se
ponen de acuerdo sobre cierto proyecto común. Los tres están en la terraza
consumiendo bebidas que A ha ido a buscar. Pero ni ella ni el sirviente
-¿porque ella se lo ha ordenado?- han traído hielo a pesar de hacerlo
habitualmente. Las observaciones de A acerca de este olvido obligan al marido a
alejarse para remediarlo. Al pasar por el escritorio, observa a A y a Frank por
entre las celosías: están inmóviles pero tal vez se hablan en voz baja. En la antesala,
el sirviente está preparando el hielo para llevarlo; no consigue explicar sin
confusión lo que A le había dicho al respecto. A su regreso, el marido ve, pero
sólo la primera vez que retorna esta escena a su memoria, una hoja azul que
asoma del bolsillo de Frank -¿una carta de A?- y que este último trata de
disimular.
Su proyecto se precisa cuando Frank, quien se queja una vez
más por frecuentes averías de camión, declara su intención de descender en auto
hasta la costa, para averiguar en la ciudad sobre la compra de un vehículo
nuevo. A propone inmediatamente acompañarlo; dice que necesita hacer compras.
Frank explica que su esposa Christiane no podrá ir con ellos a causa del niño y
de su mala salud. En todo caso, estarán de regreso por la noche si parten
temprano. Todo parece normal, y sin embargo cada vez que el narrador rememora
esta escena, ésta se hace más ambigua, a la medida del crecimiento de sus
sospechas.
Entonces parte A, hacia las seis de la mañana, con Frank, en
el auto azul de éste. Sigue la larga jornada que pasa el marido en la casa
vacía. Son las partes VI y VII de la novela, durante las cuales la crisis de
celos del protagonista alcanza su paroxismo. Obsesionado por las imágenes de su
mujer, ronda por la casa de ambiente en ambiente. En su escritorio, una foto de
A le recuerda inmediatamente ciertas posturas de esta última sentada en la
terraza, cerca de Frank. Le vuelven a la memoria escenas mezcladas, alteradas,
dramatizadas: la carta que A escribe en su habitación, el episodio del hielo,
los comentarios sobre la novela africana, el proyecto, la muerte del ciempiés.
La envergadura insoportable de esta escena se confirma en los esfuerzos que
hace para borrar la mancha dejada por el animal sobre la pared, al principio
mediante una goma, luego una hojita de afeitar; operación que inmediatamente se
confunde en su espíritu con la raspadura que A efectuara sobre un papel en otra
oportunidad en su habitación. Esta pieza es sometida a una búsqueda
sistemática, hasta en los cajones de la cómoda y del escritorio. La imagen del
almanaque de correos colgado encima de este escritorio engendra en él
confusiones para-criminales en las que mezcla, como hará nuevamente más tarde,
el motivo de un navío amarrado al muelle –tema relacionado con el temor de una
fuga de A- con el de algo que flota en el agua como una persona ahogada. A
continuación, volviendo a esa alucinación, reconocerá la figura de un hombre
que, igual que Frank, lleva un sombrero colonial.
A pesar de la presencia de elementos ostensiblemente
posteriores a esta jornada de espera, es posible ubicar en ese momento, al
menos psicológicamente, la apoteosis de la escena de eliminación del ciempiés.
Ha llegado la noche y, puesto que A no ha regresado, el marido se sienta en la
terraza, escucha el ruido de los camiones que pasan a lo lejos, observa los
movimientos elipsoidales de los insectos alrededor de una lámpara de aceite que
silba. El ir y venir de sus pensamientos, expresado por las vueltas de los
bichos, suscita imágenes de A y Frank a la mesa o sentados en la terraza. El
movimiento se acelera casi mecánicamente: se siente que el narrador activa el
esfuerzo de su memoria para alcanzar un punto extremo de tensión. La escena del
ciempiés se le aparece de nuevo, pero esta vez ve a Frank aplastar al miriópodo
sobre la pared de una habitación de hotel, luego volver hacia A que lo aguarda
en un lecho cubierto por una mosquitera remendada, la mano crispada sobre la
sábana blanca. Una sucesión de oraciones ambiguas ritmadas conduce al narrador
a la visión mitad erótica, mitad mortuoria de un accidente automovilístico
durante el cual A y Frank son devorados por altas llamas que crepitan igual que
el ciempiés sobre la pared, que el cepillo en la cabellera de A. Esta escena
imaginaria de un flagrante delito seguido de muerte constituye el punto
culminante de la novela, su cima psicológica.
¿Qué hace el marido después de estas visiones angustiantes?
¿Pasa la noche sobre el lecho mismo de A sobre el cual imagina a la joven
esposa extendida en una postura erótica? Un texto alusivo permite suponerlo
todo.
Al día siguiente, A sigue sin regresar. El marido desayuna en
la terraza cuando llega un sirviente de la plantación de Frank, que ya se había
presentado antes, tal vez enviado por Christiane para observar el
comportamiento de Frank en casa de A; pretende informarse: su patrona está “molesta”
porque Frank no haya vuelto. A la hora del almuerzo, por fin, el narrador ve a
través de los vidrios deformantes de la ventana del comedor, el auto de Frank
detenerse en el patio. A desciende de él, sosteniendo en la mano un paquetito y
nada más. A pesar de la vivacidad con la que el marido se desplaza, no alcanza
a descubrir si A ha besado a Frank antes de volverse hacia la casa; su actitud,
en todo caso, induce a creerlo. Frank, que parece estar apurado por regresar a
su casa, agrega algunos detalles a las explicaciones de A respecto de las
razones de su retraso: un desperfecto de automóvil los obligó a pasar la noche
en un hotel de la ciudad. Frank parece incómodo, A hace bromas; él hace
alusiones ambiguas a su falta de habilidad como “mal mecánico” -¿acaso ha
desilusionado a A?- Desde ahora, su comportamiento cambia: siempre tendrá apuro
por regresar a su casa y ya no vendrá a cenar más que raramente.
El tono se modifica, aparece un apaciguamiento progresivo,
con el cual contribuyen escenas que tal vez se sitúan (en el desenvolvimiento
“real” de la acción) antes del viaje: A regresando después de haber visitado a
Christiane, más o menos inmóvil en su habitación u otros lugares. La crisis con
sus visiones de violencia se ha desanudado. El flujo y reflujo de recuerdos se
hacen menos rápidos, se filtran variantes que cuestionan el sentido de las
imágenes, para mayor confusión del narrador cuya incertidumbre afecta ahora
todos los recuerdos de escenas anteriores e incluso llega a alterar el concepto
que tenía de la novela africana: termina destruyendo mentalmente el volumen en
un pasaje en el cual todos los términos se contradicen.
Pero se siente que es verdaderamente la presencia de la
esposa lo que lo reconforta. Los fantasmas concernientes a su huida desaparecen.
Tal vez ya no haya ningún peligro por el lado de Frank. La noche tropical puede
ahora tragarse a la casa y a sus habitantes.
¿Cuándo ve o imagina el narrador estas escenas? Es
imposible, y al mismo tiempo contrario a las intenciones del novelista,
establecer su horario. De acuerdo con una lógica muy estricta, estaríamos
inclinados a pensar -¿acaso no hay, desde el principio de la novela, frecuentes
alusiones a acontecimientos ulteriores?- que todo el relato se desarrolla en la
memoria del narrador después de que
termina la historia, cuando se esfuerza por ver claro dentro de sí mismo. Pero
esta interpretación no da cuenta en lo más mínimo de lo esencial, es decir, de
esta sensación de instantaneidad que se desprende de la mayoría de las escenas.
Evidentemente, no se trata de una cronología exacta, sino de la restitución de
un tiempo interior. El narrador vive y revive en el mismo momento una duración
doble. Elementos pasados y elementos presentes, “reales”, se confunden para él
en una duración fuera del tiempo. La cronología de la novela presenta por lo
tanto nuevas dimensiones. El tiempo lineal se ha dislocado para integrarse a
ese nuevo continuum en el que se
altera, se dilata, se contrae en un proceso en el cual cada elemento continúa viviendo,
evolucionando, reaccionando sobre el conjunto. Examinemos los procedimientos
por los cuales Robbe-Grillet ha logrado dar gran coherencia artística a escenas
que parecen derivar en zonas literarias nuevas. Precisemos ante todo que tales
procedimientos revelan una psicología implícita expresada por correlaciones objetivas[5].
A las tensiones psicológicas que ligan los elementos
estructurales de la novela corresponden tensiones que se podrían llamar
cronológicas. En efecto, son las repeticiones y las variantes de las escenas
importantes, así como pequeñas diferencias en la relación del tiempo exterior,
lo que constituye los soportes o
correlatos de las variaciones psicológicas, incluso oposiciones a estas últimas,
como en los recuerdos de escena casi idénticos, a los que se mezclan
constataciones sobre el número de ejemplares cortados en una parcela
trapezoidal del bananal, frente a la casa: la primera vez que aparece la
parcela “algunos ejemplares ya han sido cortados”; lo mismo ocurre la segunda
vez; y todo parece proseguirse normalmente, si no fuera porque las escenas
intercaladas se hallan bruscamente desplazadas en el tiempo, cuando se lee de
pronto que “todos los bananos han sido cosechados” en esa parcela. Sin embargo,
en el recuerdo siguiente, cuando el lector, habiendo progresado en la lectura
de la novela, ha adquirido un cierto sentimiento de duración, nos enteramos de
que “ningún árbol” ha sido cosechado todavía en la parcela, contradicción
absoluta que subsiste aún al final de la novela: “aunque la cosecha no haya
comenzado aún en ese sector”. Estas diferencias se oponen tanto más al
reconocimiento de una cronología por cuanto en ningún momento se precisa de qué
cosecha se trata, para un fruto cuyo rebrote es tan rápido.
Del mismo modo, los cambios de posición de los obreros
durante el curso del “baile” que efectúan al reparar un puente sobre el arroyo,
al fondo del valle, jalonan la acción con su sucesión ambigua y muchas veces
contradictoria. Sobre el segundo plano que constituye la progresión más o menos
lineal de tales maniobras se desarrollan escenas extraídas de otros períodos de
tiempo; y sin embargo la última aparición de los obreros nos los muestra de
nuevo sobre el puente, listos para comenzar
su tarea. Para reforzar aún más la tensión “psico-cronológica” así producida,
un tema fijo se injerta aquí y allá sobre el del puente: un indígena se
mantiene de rodillas, en la misma postura del personaje del almanaque colgado
en la pared de la habitación de A, mirando el agua como si buscara algo; tema
vagamente inquietante por su relación con la posibilidad de ahogarse, que
refleja sin duda un deseo inexpresable del narrador.
Las propias marcas de este sistema de variaciones del tiempo
forman, en su encabalgamiento, una red cronológica móvil. Así es como aparecen
las referencias a la página a la que ha llegado A durante su lectura de la
novela africana, a la presencia o ausencia de la mancha dejada por el ciempiés
sobre la pared, etc. Algunos indicios temporales ayudan a veces a distinguir el
orden de las escenas consecutivas: Frank que parte apurado después del regreso del viaje deja un vaso en el que ya no hay
trazas de hielo; pero algunas líneas más lejos leemos: “En el fondo del vaso
que ha dejado […] termina de fundirse un pedacito de hielo, redondeado de un
lado […]”. Evidentemente se trata, en esta última frase, de una regresión hacia
una escena anterior. Términos siempre sospechosos como “luego”, “ahora”, “desde
entonces”, “todavía”, “en ese momento”, y sobre todo los “pero” distribuidos
entre los paracronismos del relato de un modo absolutamente no lineal, dan al
ritmo aparentemente normal de las oraciones “contra movimientos” de una
periodicidad muy compleja. Cuando a se agrega a todo esto el papel de las
escenas imaginadas, retrospectivas o futuras, se vuelve a subrayar la casi
imposibilidad en la que nos encontramos de esclarecer completamente
pensamientos, observaciones, acciones y emociones promovidos las más de las
veces al rango de visiones psíquicas.
Para explicar la aparente incoherencia de la estructura de La celosía, varios críticos han creído detectar
un paralelo entre la composición del relato y la descripción, en su interior, de
un canto idígena. Recordemos los elementos del canto llamado “del segundo
chofer”:
[…] Es difícil determinar si el canto
se vio interrumpido por una causa fortuita […] o bien si llegaba así a su fin
natural.
Del mismo modo, cuando recomienza, es
igualmente súbito, igualmente abrupto, sobre notas que no parecen en modo
alguno comenzar ni retomar.
En otros momentos, al contrario, algo
parece terminarse; todo lo indica así: una caída progresiva, la calma, el
sentimiento de que ya no queda nada por decir; pero después de la nota que
debía ser la última viene una más, sin la menor solución de continuidad […]
luego otra, y otras siguen, y el auditor se siente transportado al corazón del
poema… cuando ahí se detiene todo sin previo aviso.
Pero un paralelo de esta naturaleza hace correr el riesgo de
destruir la unidad de La celosía, y
constituye en realidad un contrasentido en cuanto al verdadero significado del
canto. Este canto confuso es ambiguo solo porque no conocemos sus reglas. Del mismo modo, la sucesión de las escenas
en el espíritu del narrador es ambigua solo superficialmente; si él mismo no se
da cuenta de la necesidad que relaciona las escenas a las que se somete, obedece
sin embargo, al acogerlas en tal o tal orden, a reglas psicológicas implícitas,
pero claras. Puede decirse que en la superficie todo ocurre como si reinara en el relato una
incoherencia semejante a la presumida en el canto indígena; pero extraer de ello
la conclusión de una psicología “que ha explotado”, de una serie de acciones
sin motivaciones, de una cronología engañosa, o del deseo de ir aún más lejos
que otros novelistas como Huxley, Joyce, Faulkner, etc en el trastrocamiento
del tiempo, sería un grave error.
Aproximadamente todas las correcciones que hay que hacer a
las críticas serias de la obra de Robbe-Grillet apuntan a dos errores
fundamentales. Uno es esta idea errónea de estructuras literarias fragmentadas,
sin causalidad, que el propio novelista intentaría acreditar creando falsas
pistas como la del canto indígena de La
celosía ; el otro, la deshumanización
de la novela a la que tendería el autor. Hemos visto el peligro que presenta
una posible confusión entre esta apariencia
de acausalidad puesta al servicio de fines artísticos y una acausalidad real, admitiendo que esta última pudiera
existir; no es menos real en cuanto a la pretendida deshumanización
robbe-grilleteana.
El propio Robbe-Grillet ha rechazado varias veces y
categóricamente la idea demasiado extendida según la cual desearía
despersonalizar la novela. Poniendo aparte toda cuestión de psicología, la
función, en su arte, de las descripciones visuales que los críticos acostumbran
citar como prueba de su frialdad fundamental es la de introducir en el centro
del relato un ojo humano que, lejos de excluir al hombre del universo, “le da
en realidad el primer lugar, el del observador”[6]. Robbe-Grillet rechaza aún
más enérgicamente la acusación de deshumanización en el artículo “Nature,
humanisme, tragédie” (“Naturaleza, humanismo, tragedia”), en el que habla
justamente, aunque sin nombrar la novela, de los procedimientos de La celosía :
¿Cómo […] una novela que pone en
escena a un hombre y de página en página sigue de cerca cada uno de sus pasos,
describiendo sólo lo que él hace, lo que él ve o lo que él imagina, podría
recibir la acusación de darle la espalda a ese hombre? (Nouvelle Revue Française, octubre 1958, p.583).
La confusión que permite la subsistencia de este
malentendido se debe, en primer lugar, al desconocimiento de las teorías de
Robbe-Grillet sobre la neutralidad de
los objetos en el mundo y, luego, a la atracción que ejerce sobre algunos
espíritus modernos la misma idea de acausalidad. Tal malentendido atañe sobre
todo a las discusiones erigidas acerca del posible rol de los símbolos en
Robbe-Grillet. Esta noción de símbolo, tan desgastada en nuestros días que,
queriendo expresarlo todo, ya no expresa nada, constituye en efecto una suerte
de bestia negra para Robbe-Grillet. Pero los críticos no comprenden que,
habiendo denunciado todo simbolismo, se sirva, según ellos, de un simbolismo
personal muy desarrollado: figuras en forma de ocho en El mirón, ciempiés en La
celosía, etc. La contradicción desaparece cuando se examinan de cerca los
procedimientos literarios del escritor. En efecto, si rechaza todo significado inherente a los objetos y todo
simbolismo místico en sus correspondencias ocultas, los llena sin embargo de un
contenido emotivo, aun psicológico, que analiza de manera precisa:
[El hombre] ve [las cosas] pero
rechaza apropiárselas […]. No experimenta, en relación con ellas, ni acuerdo ni
disentimiento de ningún tipo. Puede […] hacer de ellas el soporte de sus pasiones, tanto como de su vista. (Nouvelle Revue Française, octubre de
1958, p.583).
Tal como trato de demostrarlo en cada obra de Robbe-Grillet
estudiada en este volumen, en la relación objetos-sentimientos establecida por
los personajes de este autor es donde hay que buscar las razones de su aparente
rechazo de la psicología, que de hecho no es más que el rechazo del análisis psicológico. Crear, en lugar de
analizar, la psicología de los personajes: he aquí lo esencial del arte
robbegrilletiana. Aparece como bastante irónico, al fin de cuentas, que dándole
la espalda al arte moribunda del análisis, tal como se practica sobre el cuerpo
aletargado de la novela psicológica tradicional, el autor se vea acusado de
frialdad, de inhumanidad, de preferencia por el estilo de redacción de los
catálogos de manufacturas o de actos catastrales.
El rechazo de la psicología en literatura, esta reacción
contra la corriente Stendhal-Balzac-Proust, no data de ayer y está bien lejos
todavía de haber alcanzado su término. Se reconoce la influencia de las novelas
americanas llamadas “behavioristas” sobre el “antipsicologismo” de un Sartre o
de un Camus. Resulta inútil trazar toda la historia del fenómeno e inventariar
las formas mixtas en cuyo interior se asocia una escritura objetiva con
monólogos interiores para confundir los puntos de vista y la cronología. Esta
heterogeneidad de algunas novelas modernas, a la cual ha venido a agregarse la
influencia de Kafka, ha alimentado el gusto del público por una literatura
completamente irracional, ubicada bajo el signo de una pseudo-metafísica
acausal. Según los aduladores de la acausalidad –a quienes tal vez les gustaría
apropiarse de un autor como Robbe-Grillet cuyas obras parecen prestarse a sus
teorías- , el pretendido significado del mundo se dispersa en fragmentos cuyas
relaciones no constituyen más que coincidencias, combinaciones inmotivadas o
puras yuxtaposiciones. La simplicidad antigua de la “anti-causalidad” de un
David Hume, rigurosa y sorprendente a la vez como una paradoja de Zenón, ha
mudado poco a poco hacia una complejidad de pensamientos muy moderna. Se
encuentran muchos ecos de estas teorías en los defensores de Robbe-Grillet. Sin
embargo, las relaciones de los objetos con los personajes, en este autor, no se
clasifican ni como categoría de las yuxtaposiciones desprovistas de
significado, ni como la del simbolismo concordante o incluso el simbolismo
“ininterpretable” de Auerbach. Los objetos de Robbe-Grillet, aunque
desprovistos de todas las relaciones místicas con el alma del hombre y
reubicados en un universo neutro, se vuelven, según los términos del propio
autor, los soportes de las pasiones de los personajes, los correlativos, si se
quiere, que estos últimos necesitan para sentir, incluso para existir:
estructuras sensoriales audio-visuales que despliegan los personajes y se
cargan, al penetrar en su campo de visión o su conciencia, de un potencial
psíquico engendrado por su modo de vida y la situación en la cual se hallan. El
arte de Robbe-Grillet no es pues ni un arte incoherente ni un arte
deshumanizada. En ella no se encuentran ni objetos totalmente desprovistos de
significados humanos, ni series de coincidencias (u “ordenamientos
inmotivados”) yuxtapuestas en un universo literario sin causalidad.
Cuando se estudia atentamente el conjunto de las escenas de La celosía, se constata que todas ellas
obedecen a principios muy rigurosos de “enlace”. Es posible recordar los
diferentes tipos de “enlaces de escenas” señalados en el arte dramático del
siglo XVII por críticos como el abate de Aubignac: enlace de vista, por intermedio
de un personaje ya sea presente, o que busca a otro a punto de salir o que ya
salió; a veces también por intermedio del ruido que hace oir el que entra, etc.
Este sistema manifestaba una necesidad de continuidad y de coherencia tan
característica del siglo clásico como el gusto por la acausalidad –al menos
para algunos- es característico del nuestro. Por lo demás, les toca a los
psicólogos determinar algún día las bases psíquicas de la unidad artística, la
cual acepta todas las formas, incluida aquella pretendida forma de
“combinaciones inmotivadas”.
En La celosía, el
sistema general de enlace de escenas tiene por eje el espacio visual del
narrador. Esta constatación evidente no nos hace adelantar en nuestra
comprensión de las estructuras de la novela. Importa sobre todo, en efecto,
buscar las razones secretas de esas transformaciones del espacio visual, a
través de las cuales el lector toma conciencia desde el principio de la
cualidad psicológica intrínseca de este procedimiento. El mejor ejemplo de ello
es aquel, tantas veces citado, de la nueva dirección que toma la mirada del
narrador cuando la joven mujer, a quien este último está observando, levanta
los ojos hacia él: movimiento que siempre da lugar a un rápido cambio de
decorado visual:
Los bucles negros de su cabello se
desplazan con movimiento suave sobre los hombros y la espalda, cuando vuelve la
cabeza.
El grueso parante de la balaustrada
casi no tiene ya pintura encima. Aparece el gris de la madera […] (p.10-11).
Se podrían multiplicar los ejemplos, sobre todo cuando el
narrador, ocupado en vigilar a A que permanece en su habitación, se ve obligado
a desviar los ojos cada vez que la joven mujer parece mirar ella misma por las
celosías de una ventana.
Ese apartar la mirada, provocado por los movimientos de
cabeza de A, abren a veces en la continuidad del relato un paréntesis sin
relación con la duración exacta de la acción, un agujero en el tiempo, donde
todo transcurre con la velocidad del sueño, del recuerdo, o de la imaginación.
En el ejemplo citado, A acaba de entrar en su habitación. Se vuelve hacia la
puerta para cerrarla; luego mueve la cabeza en la dirección del narrador que
enseguida desvía los ojos y, durante las siguientes páginas del relato, se
dedica a definir la orientación de la casa en relación con el decorado. Pero
cuando dirige nuevamente los ojos hacia la habitación de A, ve a su esposa
todavía junto a la puerta, en una posición que se inscribe exactamente entre
aquella, ya antigua en el texto, en la que la mirada la había dejado y el
movimiento que ahora la conduce algunos pasos hacia adelante para entretenerse delante
de su cómoda.
En el interior de escenas aparentemente unidas por la visión
del narrador, a menudo intervienen los términos, ya citados en parte, que
tienen por función la de introducir, disfrazándolas al mismo tiempo, sutiles
transiciones no lineales en el tiempo o el espacio. Los “ahora”, “por otra
parte”, etc., producen casi siempre desplazamientos temporales, pero las marcas
espaciales mismas, como los “a la izquierda”, “cerca”, “a la misma distancia
pero en una dirección perpendicular”, remiten al lector no sólo a otro sector
del espacio, sino también a otro período de tiempo. Estos términos y frases dan
exactamente cuenta de los trastornos interiores provocados dentro del narrador
por sus alteraciones psicológicas. Señalemos un detalle interesante para el
estudio de la técnica de la novela: todos los cambios de escena están esbozados
al principio del párrafo, a excepción tal vez de ese “fundido encadenado”[7] en el que la mirada del
marido pasa de una terraza de café a la foto de A, luego a la terraza real de
la casa (p.126).
Más allá de los enlaces especiales y los desplazamientos del
campo visual, también conviene buscar los principios que gobiernan los
movimientos en el tiempo, esos retrocesos, esos ciclos que parecen imbricados al
mismo tiempo en el presente y sobre el futuro. Para comprender lo que podríamos llamar
enlaces temporales, es necesario introducirse en el ser del narrador, ya que
son aún más dependientes de su personalidad que el juego de su mirada o de sus
gestos sobre la terraza, en el pasillo, detrás de las celosías de su
escritorio, en la habitación de su esposa, etc.
Se
trata menos de encontrar en la personalidad del narrador una clave de la
novela, que de dejarse llevar por el texto a fin de asumir esta personalidad,
de aceptar visiones y actos como provenientes de nosotros mismos. Es concebible
que algunos estén realmente impedidos, por su condicionamiento psíquico, de
“sucumbir” al funcionamiento de una novela como La celosía: aquellos que, acostumbrados a la lectura de novelas
analíticas, siempre piden al autor que les explique, en términos claros de
psicología diaria, qué son los
personajes, rechazarán tal vez “sufrir” la experiencia del marido celoso. No
cesarán de reclamar explicaciones, comentarios, aclaraciones. Para ellos, la
novela sólo “funcionará” en una medida muy débil o no funcionará en medida
alguna.
La prueba
reside en lo absurdo de las reservas hechas a menudo acerca del narrador de La celosía:
se le ha negado toda verosimilitud; se le reprocha sobre todo la minucia de sus
recuentos de bananeros -¿no es lógico, sin embargo, que este hombre hipertenso
preste a su dominio la misma atención exagerada de la que hace prueba para
otras cosas?-; se ve en él más una suerte de monstruo que un personaje, y se
reprocha a su creador no dejarlo ni actuar ni participar en su propia historia;
se argumenta que jamás aparece, que jamás toma la palabra y que, si al fin se
decidiera a hacerlo, su discurso se parecería mucho al del “monstruo
proteiforme” que Beckett sube a escena en El
innombrable.
Ahora
bien, nada es más inexacto que pretender que ese narrador celoso “no se declara
jamás”: todo el libro constituye una declaración. Este hombre habla pero sin
citarse nunca -¿no es así como a menudo se presentan nuestras propias palabras
cuando recordamos algún acontecimiento del que hemos participado?- Habla varias
veces y todo deja suponer que su discurso, perfectamente convencional, no se
parece en nada al caos verbal beckettiano. He aquí el narrador “hablando” a su
mujer a la mesa:
Para
asegurarse más todavía, basta con preguntarle si no encuentra que el cocinero
sala demasiado la sopa.
“Pero
no, responde ella, hay que comer sal para no transpirar” (p.24)
Durante
el episodio del hielo, el narrador interroga al sirviente, leemos:
A
la pregunta poco precisa concerniente al momento en el que recibió esta orden,
[el sirviente] responde “Recién”, lo que no provee ninguna indicación
satisfactoria (p.50).
Cuando
A regresa de su viaje con Frank, “pregunta sobre lo acontecido en la
plantación”; la respuesta del narrador es traspuesta a modo de un discurso
indirecto libre: “por lo demás no hay nada nuevo”. El mismo procedimiento es
empleado para las preguntas que hace luego:
Ella
misma, interrogada sobre las novedades que trae, se limita a cuatro o cinco
informaciones […] (p.95).
Sin
dudas muestra él gran reticencia a manifestar cuanto le concierne
personalmente, tanto sus palabras como sus acciones, digamos más bien su
“inacción” frente a las sospechas que lo asaltan. Pero lejos de comportarse
como un monstruo sostenido con una correa, obedece muy probablemente a una
timidez innata que incita a diagnosticar en él una impotencia sexual psíquica
acompañada del temor de que su esposa lo abandone. Sólo este esquema
psicológico parece poder dar cuenta exactamente de su complejo. Timidez e
impotencia psíquica; temor de la agresividad de un Frank que quizás podría
hasta triunfar sobre una posible frigidez de A relacionada con el problema del
marido; temor constante de una huida de la joven mujer; hiperestesia de la
mirada: disecado así, el narrador presenta un caso clásico de trastornos psico-sexuales
y se vuelve un tipo humano por exceso de “verosimilitud”.
Pero
armados ya, por seguir los encadenamientos de escena, de esta “hipótesis de
trabajo” que hemos fabricado “psicoanalizando” de alguna manera al narrador,
podemos abordar de nuevo el problema de las estructuras. Aunque sea el sentido
de la vista el que domina en La celosía
–el autor, por lo demás, ha hablado mucho acerca de la primacía de lo “visual”
en el universo novelesco que preconiza-, es necesario señalar ciertos enlaces
efectuados por la intermediación de sonidos que dan lugar a acercamientos,
correspondencias y transformaciones. Algunos buenos ejemplos serían el silbido
de la lámpara de petróleo, el ronroneo de los camiones sobre la ruta mientras
el narrador aguarda a A y, en lo más hondo de su crisis, esa asociación
característica que hace entre el sonido del cepillo en la cabellera de A, el
ruidito débil emitido por los apéndices bucales del ciempiés y el crepitar de
las llamas imaginadas por él, en las cuales se hundirían A y Frank.
Podría
interpretarse una de esas transiciones “auditivas” del modo siguiente: al
principio, el narrador se remite al período anterior a la partida de A con Frank,
cuando su mujer aún leía la novela africana –lo que ya representa, por otra
parte, una regresión en relación con la escena precedente, claramente posterior
al regreso de ese viaje. He aquí el pasaje:
Busca
el lugar donde la lectura fue interrumpida por la llegada de Frank, en el
primer cuarto de la historia más o menos. Pero, habiendo encontrado la página,
coloca el volumen abierto al revés, sobre sus rodillas, y permanece sin hacer
nada, la espalda apoyada hacia atrás sobre el respaldo de cuero.
Del
otro lado de la casa, se oye un camión que desciende la ruta principal, hacia
el fondo del valle, la planicie y el puerto –donde el navío está amarrado a lo
largo del muelle.
La
terraza está vacía, toda la casa también […]
No
es el ruido de un camión lo que se oye, sino el de una conducción interior,
descendiendo el camino desde la ruta principal hacia la casa.
En
el batiente izquierdo, abierto, de la primera ventana del comedor, en el centro
del cristal del medio, la imagen reflejada del auto azul que acaba de detenerse
en medio de la entrada. A […] y Frank bajan al mismo tiempo […] (p.202-203).
La actitud inicial de A en este pasaje refleja la misma
independencia teñida de impaciencia y de un toque de bovarismo que se refleja
en muchas escenas anteriores, y tal vez incluso posteriores al proyecto de
viaje con Frank. ¿No desea ella evadirse? El ruido del camión refuerza aún más
aquel temor de una huida de A que el narrador se representa entonces a través
del puerto –hacia donde se dirige el camión-, luego el barco que hace escala en
ese puerto (alusión a la imagen del almanaque). Del fantasma de la huida, el
marido pasa al periodo de ausencia “real” de su esposa (toda la casa está
vacía). Luego, el ruido dominante que vincula estos planos lo conduce a la
escena del regreso de Frank y de A, escena a la cual regresa constantemente
para tratar de descubrir los elementos que confirmarían o desmentirían sus
sospechas.
Nada más humano, si no lógico, que esta progresión fluida en
el tiempo. Contrariamente a la opinión de ciertos críticos, Robbe-Grillet no
busca en absoluto, en tales pasajes, enredar el tiempo sino, más bien, podría
decirse, desenredarlo, en el sentido de que trata de expresar hasta la más
pequeña posibilidad de relaciones emotivas relacionadas con el tiempo. Volver,
en su intimidad, sobre los mínimos detalles de una experiencia vital, reubicar
tales elementos en todos los contextos posibles, examinarlos bajo todos los
ángulos, hacerlos revivir de múltiples maneras, agrandarlos con hechos
imaginarios, o reducirlos a simples esquemas, son procedimientos que pueden
esperarse de un celoso. Todo, en este libro muchas veces mal comprendido,
resulta perfectamente verosímil.
El arte del enlace de escenas en La celosía no alcanza en ningún otro lado desarrollos más sutiles
que en la quinta parte (pp.99-122) en la que se retoman y refuerzan los temas
de la novela, previendo las grandes escenas de la ausencia de A y la crisis de
celos del narrador. Esta quinta parte comienza con el canto “indígena” del
segundo chofer, que constituiría una abreviación de la estructura de la novela
y esquematizaría la forma de interpelación de las escenas por venir. Luego A,
en su habitación, escribe una carta (comienzo de la historia); parece
pensativa, dubitativa delante de las pocas líneas ya trazadas; vuelve la cabeza
hacia la ventana; el marido lleva inmediatamente los ojos hacia los obreros que
trabajan en el puente (indicación móvil en el tiempo), luego los vuelve hacia A
que escribe. Ella se levanta y va hasta la ventana, obligando por segunda vez
al marido a volver los ojos para fijarlos, más allá del puente, sobre la
parcela de bananal en forma de trapecio, cuya cantidad de ejemplares varía cada
vez, como lo hemos señalado, a fin de liberar del desenvolvimiento “literal”
del tiempo un momento dado de la acción. Colocado a menos distancia, el
narrador descubre ahora que los indígenas, ellos, miran hacia la casa; “osa”
hacer lo mismo y ve que A tiene la carta delante de ella. Entonces interviene
en el texto de esta quinta parte, la primera transición anti-cronológica que
podría parecer arbitraria o desconcertante: nos enteramos de pronto (p.105) de
que Frank está sentado en su sillón sobre la terraza, y que A ha ido a buscar
las bebidas.
Somos devueltos, en efecto, al episodio del hielo, esta vez
bajo la forma de un resumen, salvo por lo que respecta a la aparición en el
bolsillo de Frank (al regreso del narrador que ha ido a buscar el hielo) de una
carta escrita sobre ese mismo papel celeste que utilizaba A en su habitación.
Este nuevo detalle hace progresar en el presente –pero un presente
“psicológico”- una escena ya vivida. Evidentemente, el marido se explica ahora,
reexaminándola en su memoria, una etapa de las relaciones entre A y Frank, en
la cual descubre indicios cada vez más claros de traición. Recién entonces se
formula preguntas indirectas que son otros tantos “aditivos” a la primera
versión de esta escena en la parte II: ¿por qué el sirviente no había traído el
hielo? –“¿Le habría dicho ella, pues, que no lo trajera? Es la primera vez, de
todos modos, que no se habría hecho comprender…”-. Así pues, toda esta escena
que se retoma debe entenderse como una respuesta a la pregunta que el marido se
formula viendo, en su memoria, a A escribir una carta: ¿cuándo ha podido ella
entregar esta carta a Frank?
Recién ahora, en el interior mismo de esta escena
enteramente revivida por la memoria del narrador, A se pone a mirarlo. Éste no
puede evitar llevar nuevamente sus ojos hacia el puente: la disposición de los
hombres y de las maderas ha cambiado –en esta parte, todas las visiones del
narrador tienen por contrapartida exterior las maniobras en torno al puente.
Una vez más, la mirada del narrador es conducida hacia la casa por la del
obrero; pero encadenamos sobre la escena de la brusca partida de Frank, al
regreso de su viaje con A. Dejando su vaso vacío, incluso sin hielo, parte
excusándose por ser “tan mal mecánico” (término cuyo sentido erótico se
desarrollará más tarde en la mente del narrador). Pero de inmediato leemos que
en el fondo del vaso que Frank acaba de dejar, aún queda un pedacito de hielo
de una forma precisa. Es el regreso a la
otra escena, al episodio del hielo del que data, para el marido, la connivencia
entre A y Frank.
Una fuerza psicológica comienza entonces a falsear la
reconstrucción de las escenas entre A y Frank, que opera el marido en su
memoria, como si proyectara los episodios sobre una pantalla interior cuyas
imágenes nos restituiría el texto. Frank y A, en los sillones, “intercambiaron
sus lugares”; elementos como los pilares del puente, se han movido,
transformados. Por asociación con la palabra “mecánico”, sin duda, vuelven a
pasar acciones antiguas, pero mecanizadas: el sirviente camina con paso
“mecánico”; los gestos de Frank (visto ahora a la mesa) se vuelven
“desmedidos”, con “deformaciones rítmicas”. Todos estos breves recuerdos nos
conducen a una nueva versión de la escena del aplastamiento del ciempiés. Con
un paso cada vez más sobresaltado, el sirviente sale del comedor “moviendo
brazos y piernas en cadencia” como “una mecánica reglada groseramente” (p.112).
Aunque esta repetición de la escena del aplastamiento del
ciempiés contenga, como todas las veces, nuevos detalles, es siempre la carta lo
que constituye el elemento principal. Frank trata de hacerla entrar “con
movimiento mecánico” en su bolsillo, del que persiste en salir; finalmente,
después de otras manipulaciones, es “doblada en ocho” y está cubierta incluso
“de una escritura fina y apretada”.
El tormento del marido da lugar a una verdadera strette[8]
de transiciones cronológicas. Del bolsillo de Frank, visto sentado a la mesa
por la noche en ocasión del aplastamiento del miriópodo, el narrador pasa
(p.114) a la manga de camisa caqui de este último, a la jarra situada al fondo,
a las lámparas apagadas, y desemboca
en pleno día, puesto que ahora se trata de un almuerzo y Frank está hablando de
su vehículo, que es naturalmente “llevado a la ventana” del comedor por la
conversación; pero cuando el narrador lo mira, ve a Frank al volante, A que
desciende, y mezcla entonces dos escenas
que tienen en común este vehículo del que baja A con un pequeño paquete,
al regreso de su viaje con Frank, del que desciende sola al regreso de una
visita que le ha hecho a Christiane –para ver a Frank?-.
Enseguida llega un torbellino de imágenes retrospectivas de
la joven mujer: A escuchando el canto indígena; contemplándose, aburrida o
impaciente, en su espejo; peinándose; hundiendo en su cabello sus dedos
“afilados” (término erótico, asociado también al ciempiés, generador en la
p.120 de una visión claramente erótica, pero imaginaria, de A sobre su lecho);
escribiendo la carta –esta carta que, de un extremo al otro de la quinta parte,
hace de hilo conductor de todas las reminiscencias del marido, hasta la última
escena de la desaparición de A en un sector del dormitorio invisible desde el
exterior, escena que ilustra la obsesión de una posible fuga de la joven
esposa, íntimamente ligada al complejo de celos del marido.
Es evidente, pues, que de manera general, la tensión
psicológica tácita del narrador es lo que constituye el principio de base de
todos los enlaces de escena de la novela. Sobre el plano de la técnica
novelesca, hemos distinguido transiciones que van de la simple asociación de
ideas (por ejemplo, el vestido de A le recuerda al narrador una conversación
que la concierne) a las combinaciones más sutiles: enlaces más o menos
reversibles en el tiempo, fundados en la vista, el oído, los desplazamientos
del narrador, o bien en los adverbios de tiempo ambiguos, etc. Se podría
agregar las asociaciones de frases (“sin suerte”, “saber tomarla”, “para todo
hace falta un comienzo”, “mal mecánico”, etc.), de objetos o de dibujos, como
las rayas del pasillo con las ondulaciones del río, y de objetos o lugares
ligados a una escena, como la ventana del comedor que conduce a la escena del
regreso de A en el auto de Frank.
En la composición de estos enlaces, a menudo encontramos un
párrafo compartido entre dos escenas. Por ejemplo, Frank y A hablan de su
proyecto de viaje (p.81), luego de la novela africana (p.82-83), objeto de
diversas especulaciones acerca de su eventual desenlace. La frase “beben a
pequeños sorbos” (forma de beber muy irritante, se diría, para el marido que ve
en ello una lentitud cómplice) se repite varias veces. El pasaje continúa así:
Beben a pequeños sorbos. En los tres
vasos, los trozos de hielo han desaparecido completamente ahora. Frank examina
lo que queda de líquido dorado, al fondo del suyo. Lo inclina de un lado, luego
de otro, entretenido en despegar las burbujitas adheridas a las paredes.
“Sin embargo, dice, había comenzado
muy bien”. Se vuelve hacia A para tomarla por testigo: “Habíamos partido a la
hora prevista y circulamos sin accidentes. Apenas eran las diez cuando llegamos
a la ciudad” (p.83-84)
El primer párrafo de esta cita podría asociarse con la
escena del proyecto o de la conversación acerca de la novela, o incluso con
aquella, muy posterior, del regreso del viaje, a la que el narrador pasa
directamente por un simple cambio de tiempo.
La desorientación es aún mayor cuando en el curso de las
diversas operaciones emprendidas por el marido para borrar toda traza del
ciempiés, ayudado por una goma, una hojita de afeitar, luego de nuevo por una
goma, la pared se transforma de pronto en la hoja de papel azul notado en la
mesa de trabajo de A en un momento en el que esta última llevaba a cabo una
actividad “dudosa”, como borrar una palabra de la presumible carta a Frank. La
ambigüedad del texto se extiende a dos o tres párrafos mixtos. He aquí algunas
etapas:
El trazo delgado […] se va en
seguida. La parte del cuerpo más grande […] curvada como un signo de
interrogación […] no tarda en borrarse también, totalmente. Pero la cabeza y los
primeros anillos necesitan un trabajo más intenso […] La dura goma que pasa y
vuelve a pasar en el mismo punto, ya no cambia gran cosa.
Se impone una operación
complementaria: raspar, muy ligeramente, con la punta de una hojita de afeitar
[…] Una nueva limpieza con la goma termina la obra con facilidad.
El trazo sospechoso desapareció
completamente. En su lugar ya sólo subsiste una zona más clara, de bordes
desdibujados, sin depresión sensible, que puede pasar por un defecto
insignificante de la superficie, en última instancia.
El papel se ha adelgazado, sin
embargo: se ha vuelto más traslúcido, desigual, un poco sedoso. La misma hojita
de afeitar, arqueada entre dos dedos para presentar el medio de su filo, sirve
todavía para cortar al ras las barbas levantadas por la goma. Lo plano de una
uña por fin alisa las últimas asperezas.
A plena luz, una inspección atenta de
la hoja azul pálido revela que dos cortas fracciones de un trazo vertical,
correspondientes sin duda a trazos muy apretados de escritura han resistido a
todo […] (p.130-132)
Y el pasaje continúa del mismo modo fluido: la goma conduce
al escritorio del narrador, donde la foto de A tomada en una terraza
desencadena una visión de la joven mujer y de su cabellera, que conduce a la
escena donde ella ejecuta, delante de su mesa de trabajo, movimientos que el
narrador asimila a un zurcido de medias, a limarse las uñas, al trazado de un
dibujo a lápiz o, más probablemente, a borrar un término “mal elegido” sobre
una carta. El marido, por otra parte, no deja de prestarle un contenido erótico
a este movimiento al que adorna de “convulsiones” que terminan incluso en un
“último espasmo mucho más abajo”. Todo se presenta ante él bajo el doble signo
del erotismo y de los celos.
En toda la historia de la literatura novelesca, La celosía es sin duda la obra que
contiene más repeticiones de escenas, o de elementos de escenas. Pero
Robbe-Grillet las ha dispuesto con un arte tan grande que jamás pierden su
poder. Evolucionan, se transforman, se enriquecen o disminuyen al ritmo de
necesidades interiores del narrador. Sin estas repeticiones, la novela no
podría existir: en ellas y por ellas la obra encuentra su tempo y su forma.
Repeticiones de escenas aparentemente anodinas: A sentada en
su sillón con su libro, pero soñando ya, tal vez, infidelidad, partida; A
cepillándose el cabello (¡se sabe qué fetiche erótico representa la
cabellera!); A paseándose por la habitación, que poco a poco se volverá un
lugar sagrado, etc. Repeticiones, con variantes, de elementos del decorado: el
puente de troncos, el sector del bananal en forma de trapecio, la sombra de las
pilastras sobre la terraza. El narrador necesita reexaminar, revolver,
modificar todo lo que pertenece a las escenas importantes.
Se ha visto ya, en las metamorfosis sufridas por la carta y
las escenas vinculadas con ella (quinta parte), la manera como los objetos
asociados a los celos del marido se modifican en cada una de sus reapariciones:
la novela africana, el almanaque de correos, etc.
Pero es en el ciempiés donde el interés se concentra.
Primeramente, en tanto mancha, el dibujo dejado sobre la
pared por el bicho aplastado entra en el muy sutil juego, comparable si se
quiere al del test de Rorschach, de las otras manchas en las cuales el marido
parece encontrar los soportes de sus sentimientos. Está la mancha de aceite
dejada por un auto, tal vez el de Frank, la mancha rojo oscuro –que podría ser
de sangre- bajo la ventana de A, las manchas de pintura sobre la balaustrada
que A quiere hacer repintar, la mancha sobre el mantel, en el lugar de Frank, e
incluso la mancha que hace la imagen de la retina de A, proyectada sobre la
casa y el cielo por el narrador que ha observado demasiado tiempo a la joven
mujer a la brillante luz de la lámpara de petróleo. Siempre se trata de una
mancha que quitar, pues representa para el marido aquella, detestable, de la
infidelidad; de ahí las escenas con la goma ya analizadas, la absorción de la
mancha de aceite por un defecto del vidrio, etc. Pero el narrador no consigue borrar
ni las manchas ni el pensamiento de la traición de su esposa, como tampoco
suprimir la huella del ciempiés ni escapar a la escena de su aplastamiento que
constituye el nudo mismo de su complejo, la imagen de relaciones sexuales posibles
entre Frank y su mujer.
La sucesión de escenas concernientes al ciempiés progresa
según un orden que ilustra de manera muy convincente el principio del empleo de
la cronología en el desarrollo psicológico de un episodio sin referencia fija
en el tiempo “real”. Cuando aparece por primera vez es
una mancha negruzca [que] marca la
ubicación del ciempiés aplastado la semana pasada, a principios de mes, el mes
pasado, tal vez, o más tarde (p.27).
Por lo tanto la localización de esta mancha en el tiempo se
revela, desde el principio, imprecisa, fluida. Enseguida interviene una
notación poco perceptible acerca de la pintura clara del muro del comedor, que
“todavía lleva la huella del ciempiés aplastado” –solo la palabra “todavía”
deja sentir alguna turbación. La vez siguiente, la mancha es orientada en
relación con A, sentada a la mesa. En el párrafo que viene después, aparece la
primera descripción detallada de la mancha, pero la hora ha cambiado ya: es de
día, ahora, y la mesa no está puesta todavía. Con esta descripción detallada comienza
la transferencia de la mancha, su metamorfosis en una suerte de equivalente
concreto de la emoción del marido. Ocultas por la precisión “objetual” del
estilo, hacen su aparición las palabras cargadas de matices psíquicos: “duda”,
“origen”, “restos más tenues”; pronto se dibuja la forma general de la mancha,
que corresponde a un signo de pregunta. Pero evidentemente aún no son más que
toques preparatorios muy sutiles.
Recién cuando la mancha es establecida y descripta, pasamos
a la primera versión de la escena del aplastamiento del ciempiés. La acción se
sitúa, esta primera vez, durante la escena en que Frank y A mencionan, por
primara vez también, su proyecto de viaje en común a la costa. Nada prueba, por
supuesto, que las dos escenas sean simultáneas en el desarrollo real del
tiempo. Parece más probable que el aplastamiento sea anterior al proyecto de
viaje. En todo caso, es este proyecto lo que trae el relato del aplastamiento:
una versión bastante calma, objetiva, de la escena, pero que anuncia los
desarrollos futuros. Se nota, ante todo, el comienzo de las manifestaciones
eróticas en A: la boca entreabierta y temblorosa, la respiración acelerada, la
mano de afilados dedos crispada sobre el mango del cuchillo, la mirada fija
sobre el signo de interrogación que ensucia la pared. Sin embargo, el ciempiés
nos es presentado como un bicho de “talla mediana” y nada, o casi nada, en la
conducta de Frank –quien se levanta, luego de haber mirado a A, para aplastar
al animal- permite suponer que Frank descargue en este acto una agresividad
sexual, si no fuera por el hecho mismo de ser él y no el marido (¿acaso este
último no sufre un complejo de inferioridad típico del celoso?), quien juega el
papel de macho protector aplastando la bestia que atemoriza a la mujer –Pero,
¿ella solo se asusta?
Los lazos entre el ciempiés y las posibles relaciones entre
Frank y A se estrechan a partir de la primera versión de la escena del regreso de
A, cuando ésta da explicaciones sobre los sucesos acaecidos en la ciudad:
A quiere ensayar aun algunas
palabras. Sin embargo no describe la habitación donde ha pasado la noche,
sujeto poco interesante, dice ella volviendo la cabeza: todo el mundo conoce
este hotel, su falta de confort y sus mosquiteros zurcidos.
En ese momento percibe al miriópodo,
sobre la pared desnuda frente a ella. Con voz contenida, como para no asustar a
la bestia, dice:
“¡Un ciempiés!”
Frank levanta los ojos [… etc.] (pp.96-97).
Cuando A realiza estas pocas aclaraciones, destacadas en el
primer párrafo, durante una cena en la cual está sola con su marido, podemos
juzgar la violencia, en cierto sentido refleja, con la cual esta simple alusión
al hotel y a sus mosquiteros reenvía al narrador a la escena anterior del
ciempiés. Pero esta vez, cuando Frank aplasta al bicho con su servilleta, la
mano de A se crispa sobre “el mantel blanco” y la frase “vuelve a sentarse”
aparece en el texto.
Enseguida la escena continúa con el recuerdo de acciones
“mecánicas”, ya estudiadas; un breve resumen de un párrafo, concerniente al
aplastamiento mismo, es seguido por un desarrollo a propósito de la mano
crispada de A, crispada esta vez sobre la “tela blanca”, que se pliega en
surcos profundos a lo largo de los cuales somos conducidos nosotros al lugar
del cubierto de Frank; allí, otra mancha se alarga en dirección a la mano de
este último, que sube hacia el bolsillo de la camisa para tratar de hundir ahí
la carta, objeto principal de las preocupaciones del marido en esta parte del
relato (estamos en la sección V).
Más lejos, el marido se afana en hacer coincidir con un
defecto del vidrio la mancha negra dejada sobre el suelo del patio por el
aceite del motor. Esta tentativa de escamoteo nos regresa a la mancha dejada en
la pared por el ciempiés, luego a la presencia misma de la bestia. Prosigue
entonces una muerte sin ejecutor. La acción habitual se desenvuelve, pero sin
la intervención de nadie:
[…] el bicho cae sobre la baldosa,
torciéndose aún a medias y crispando por etapas sus largas patas, mientras que
las mandíbulas se abren y se cierran a toda velocidad alrededor de la boca, en
el vacío, en un temblor reflejo.
Diez segundos más tarde, todo no es
más que un caldo rojo, en el que se mezclan restos de articulaciones,
irreconocibles.
Pero sobre el muro desnudo, por el
contrario, la imagen del miriópodo aplastado se distingue perfectamente […]
(pp.128-129).
Es así como, habiendo quitado a Frank de la escena, el
marido se ocupa de borrar la huella de la escolopendra mediante una serie de
maniobras, ya comentadas precedentemente en este volumen; este esfuerzo no lo
conduce, por otra parte, más que a una visión persistente de A escribiendo la
carta sospechosa. El lazo entre la mancha sobre el mantel delante de Frank y la
del ciempiés vuelve a indicarse más tarde, cuando regresa el tema de la duda,
con algunos “tal vez”, “casi”, “nada fácil de localizar con certeza”, etc. Se
establece una relación entre el ciempiés y el cangrejo servido en la cena que
el narrador toma solo durante la ausencia de A; relación que se extiende al
sonido emitido por los apéndices bucales de los dos animales, ese chasquido que
se volverá el del peine sobre la cabellera de A.
El tema del ciempiés es llevado a su punto culminante en la
gran escena que forma el centro de la parte VII y, puede decirse, de la novela
misma. Solo en la casa vacía donde espera el regreso de A, el protagonista
sufre sucesivamente todas las etapas de un caso clásico de trastornos
psíquicos, alucinaciones, obsesiones, transferencia a la realidad de fantasmas
engendrados por una imaginación febril. Libera sus celos en una visión que
contiene y expresa a la vez su complejo de inferioridad, su temor a la
agresividad, su certeza rechazada de que la esposa lo engaña con un amante
dotado de la brutalidad de un macho, que sin duda desea inconscientemente
poseer. Después de haberse “dicho” bajo la forma de varias oraciones en
discurso indirecto, que A “debería haber regresado hace tiempo”, después de
haber deambulado por la casa vacía, esperado sobre la terraza a la luz de una
lámpara de petróleo –en medio de un revolotear de insectos que constituye, como
ya se ha visto, un soporte visible de la agitación de sus sentimientos-,
después de haber contemplado mórbidamente el almanaque sobre la pared de la
habitación de su esposa, y descargado sobre un personaje de la imagen su odio
hacia Frank y su deseo de aniquilarlo, el narrador ingresa en el comedor.
Allí, una vez más, encuentra al ciempiés. Ya no el de “talla
mediana”, aproximadamente largo como el dedo, de la primera versión de la
escena, sino un animal
gigantesco: uno de los más grandes que puedan encontrarse
bajo estos climas. Sus antenas alargadas, sus patas inmensas distribuidas
alrededor del cuerpo, cubre casi la superficie de un plato […] (p.163)
El marido ha llegado ahora al punto extremo de su conmoción;
he aquí la visión que tiene del ciempiés y del flagrante delito de los amantes:
Frank, sin decir palabra, se levanta,
toma su servilleta; la enrosca, mientras se acerca con pasos afelpados, aplasta
la bestia contra la pared. Luego, con el pie, aplasta la bestia sobre el piso
de la habitación.
Enseguida se vuelve hacia la cama y
deja de paso la toalla sobre el soporte metálico cerca del lavatorio.
La mano de falanges afiladas se ha
crispado sobre la sábana blanca. Los cinco dedos separados se han vuelto a
cerrar sobre sí mismos con tanta fuerza que arrastraron la tela con ellos; ésta
permanece plegada en cinco haces de surcos convergentes […] Pero el mosquitero
recae alrededor de la cama, interponiendo el velo opaco de sus mallas
incontables […] (pp.165-166).
Si esta visión parece sobrepasar el cuadro de las
correspondencias objetivas, o aquel del soporte exterior de los sentimientos,
es sin dudas porque corresponde, o casi, a esta histeria psico-patológica que
transforma un recuerdo en una pesadilla de sospechas y de temores, reprimidos
primero, luego proyectados sobre el mundo real.
Del temor a la realidad, hace falta que el celoso pase a la
agresividad. Si es un tímido congénito, un rechazado que sufre incluso de impotencia psíquica, tal como parece serlo el
narrador de La celosía, se contentará, a pesar de su odio, con
acciones imaginarias, visiones pasivas, apenas conscientes aun de su sentido, o
del verdadero fin al que tienden.
Es principalmente por esto que los críticos, que acusaron al
autor de no haber autorizado al marido a participar
en su propia historia, no vieron el significado del texto. Veamos por ejemplo las
palabras ambiguas bajo las cuales el marido se representa el comportamiento
amoroso de Frank con A:
En su apuro por llegar al final,
Frank acelera la marcha todavía más. Los saltos se vuelven más violentos. Sin
embargo continúa acelerando (p.166).
Estos términos abstractos se aplican en primer lugar al
comportamiento imaginario de los amantes, por analogía con la oración
precedente que se refiere a la cama del hotel; en segundo lugar a las
circunstancias, imaginarias también, de su destrucción, por analogía esta vez
con la oración siguiente, ante la cual aquellos se concretan en cierto modo:
No vio, de noche, el pozo que corta
la mitad del camino. El vehículo da un salto, un vuelco […] Sobre esta calzada
defectuosa el conductor no puede enderezar a tiempo. El interior azul se
estampa sobre el costado contra un árbol de follaje rígido, que apenas tiembla
por el choque a pesar de su violencia.
Enseguida surgen llamas. Toda la
vegetación se ilumina en el crepitar del incendio que se propaga. Es el ruido
que hace el ciempiés, de nuevo inmóvil en el centro mismo de la pared.
Al escuchar mejor, el ruido tiene
tanto de soplo como de crepitar: el cepillo desciende ahora por la cabellera
deshecha […] (pp.166-167).
Ahora que “la acción interior” del marido ha alcanzado su
punto culminante de desarrollo, el ritmo de las imágenes recae. Pronto el
narrador se libra a una pesquisa metódica de los cajones y efectos personales
de A: una de las raras acciones reales que se permite este hombre obsesionado
por el temor de una huida eventual de su esposa, a quien teme ante todo
provocar con reproches o una acción directa. Pesquisa sin resultado, por otra
parte, puesto que no encuentra la prueba que busca sobre la infidelidad de A.
Poco importa, una presunción de infidelidad constituye base suficiente para los
celos del narrador.
El texto contiene una última referencia a la mancha dejada
por el ciempiés: mucho más “tarde”, cuando se produce el apaciguamiento, el
marido evoca por última vez el recuerdo de A sentada a la mesa, con “la mirada
detenida sobre los restos oscuros del ciempiés aplastado, que marcan la pintura
desnuda delante de ella”. La mancha entra en el sistema de puntos de
referencia, como la sombra de la pilastra, la tala de bananeros, los maderos
del puente. Culmina aquí la extraordinaria expansión psicológica dada a este
episodio por desarrollos poderosos a través de dimensiones novelescas nuevas.
¿La celosía
representa en la historia de la novela moderna una etapa, un modelo, un fracaso
o una obra maestra? Todas las conjeturas están permitidas. Lo más importante es
que este libro conduce a alguna parte, ya sea al autor mismo, en sus futuras
novelas, ya sea a otros novelistas de hoy y de mañana. ¿A qué continuaciones
imprevistas, a qué clases de metamorfosis novelescas darán vida las estructuras
sutiles y encabalgadas de La celosía?
Es esto una obra maestra: al mismo tiempo un final y un comienzo.
[1] Capítulo IV del estudio de Bruce
MORRISSETTE (1963) Les romans de
Robbe-Grillet (Las novelas de Robbe-Grillet). Paris: Les Éditions de minuit. Traducido por Lía Mallol de Albarracín para
la cátedra de Literatura Francesa de la FFyL – UNCuyo, marzo de 2013.
[2]
Designando como “yo-nada”
el modo narrativo de La celosía
entiendo no solamente referirme a la ausencia
de todo empleo de pronombre en primera persona, sino también subrayar todo lo
que tal procedimiento implica de fenomenológico y existencial. Según las ideas
de Sartre expresadas en El Ser y la Nada,
la conciencia solo existe como resultado de un proceso de anonadamiento en relación con los objetos o los acontecimientos. Sartre
escribe: “El para-sí no tiene más realidad que ser el anonadamiento del ser, su
única calificación proviene de ser el anonadamiento del en-sí individual”. He
aquí la clara explicación que da R.-M. Albérès sobre este pasaje (ver Retrato
de nuestro héroe, p.156): “El fenomenólogo, al estudiar la ontología
a partir de las estructuras de conciencia, sólo reconoce en el mundo Ser-en-sí
y Ser-para-sí, es decir cosa y conciencia. La ley de la conciencia
(ser-para-sí) es el no ser lo que es y el ser lo que no es, ya que la
conciencia es siempre conciencia de
algo. La conciencia humana no puede ser sino este anonadamiento que llama al
mundo a la existencia”. No sabríamos hallar mejor demostración de este
existencialismo de la nada al cual reenvía, implícitamente, la técnica del “yo
suprimido” de La celosía, ni mejor sustento
para la teoría robbegrilletiana de los objetos-soporte, de las objetivaciones
mentales o de los correlativos exteriores. El hecho de que la justificación de
esta teoría se encuentre reforzada por su parecido psicológico (como lo muestra
La celosía) subraya la extrema
riqueza de sus procedimientos, los cuales comienzan a expandirse en la novela
contemporánea (en Claude Ollier, Jean Ricardou y otros).
[3]
Actualmente hablamos de “analepsis”. N de la T.
[4]
“L’expression du temps dans le roman contemporain” (La expresión del tiempo en
la novela contemporánea), en:
Revue de Littérature Comparée,
juillet-septembre 1954.
[5]
Una declaración de Robbe-Grillet, aparecida en Les Nouvelles littéraires del 22 de
enero de 1959, me obliga a agregar una palabra más acerca de la tentativa de
restablecer la cronología, que he intentado hacer en este estudio sobre La celosía. El novelista declara, en
efecto, que “Querer reconstruir […] la cronología de La celosía es imposible, imposible porque yo lo he querido así”. De
modo que no tengo ningún deseo de buscar en la obra de Robbe-Grillet lo que no
está y creo haber insistido suficientemente sobre la cualidad atemporal de la
sucesión de las escenas. Pero no es menos cierto que el autor de La celosía obedeció, al escribir esta
novela, a “un plan rigurosamente premeditado”, según sus propias palabras, y
que tal plan posee ciertamente una orientación cronológica bastante cercana de
la que he relevado en mi estudio. También hay, y lo señalo cada vez que aparecen
en la sucesión de las escenas, paréntesis
cronológicos, tales como esa visión paroxística de la muerte del ciempiés que
el narrador parece tener en ausencia de su mujer, pero que ya contiene sin
embargo ciertos elementos de la explicación brindada por A a su regreso. En
este sentido, es absolutamente cierto que no se podría restablecer una
cronología lineal de la novela, contrariamente a lo que ocurre con algunas
obras de Huxley o de Green, en las cuales las trasposiciones temporales no se superponen
jamás. En cambio, parece imposible comprender bien la estructura de La celosía
sin situar las grandes etapas de la intriga: la carta, el episodio del hielo,
el proyecto de viaje, el viaje mismo, el regreso, la conducta ulterior de
Frank, etc. El genio del autor consiste en transfigurar todo eso a través de
una destemporalización que crea, a partir de esta historia casi banal, una
forma novelesca totalmente nueva. Decir, por otra parte, que el autor “lo ha
querido así” se aplica principalmente a la suma estética que constituye esta
obra, sobre la que regresaremos después de todo análisis como el intentado
aquí. ¡No creo, pues, ni haberme propuesto un objetivo imposible de alcanzar,
ni haber develado secretos prohibidos!
[7] Término cinematográfico referido a un efecto de transición que se puede
usar para separar una escena de otra: la última imagen del plano
se va disolviendo mientras, en sobreimpresión, se va afianzando la primera
imagen del plano siguiente.
También se habla de "transición gradual". (N.de la T.)
También se habla de "transición gradual". (N.de la T.)
[8]
Concepto musical
relacionado con la fuga y el contrapunto. (N.de la T.)
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